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MI ABUELO UN PATO Y UN ORINAL

Aquella mañana me desperté y abrí los ojos. Estaba todo oscuro. No identificaba los muebles de la habitación. Supe que estaba en mi dormitorio por los ronquidos de mi abuelo, que eran profundos y lentos. Sonaban como las pisadas de un gigante saltarín.

Tenía que ser temprano, aunque no sabía si podía haber amanecido, ya que al compartir la habitación con mi abuelo tenía que seguir sus costumbres y entre ellas estaba la de cerrar al máximo la persiana, sin poder ver el exterior, ni tan siquiera por una pequeña rendija.

No sabía si levantarme, porque la noche anterior lo había hecho y al llegar al cuarto de baño me había tropezado con el pato propinándole un pisotón. Si, con el pato, un patito amarillo que había traído a casa y deambulaba de un sitio a otro, marcando todo su territorio con excrementos de diferente tamaño y naturaleza.

El jolgorio que se había armado aquella noche originó que se levantase mi padre y mi madre, pensando que atacaban la casa o algo parecido y si ya existía cierta tensión sobre la permanencia de dicho animal en casa, no parecía conveniente generar situaciones más complicadas.

Sin embargo tenía muchas ganas de orinar y me encontraba incómodo. Empecé a cavilar sobre el recorrido que tenía que hacer hasta alcanzar la puerta del cuarto de baño, así como sobre el lugar donde podía encontrarse el animal adoptado, ya que al fin de evitar que la suciedad que generaba se extendiese en exceso, antes de acostarme lo había dejado metido en una caja de cartón, aunque, la misma operación la había realizado también el día anterior a la noche fatídica y el pato, no sabía como, se encontraba por la noche libre como un “pájaro”. Las capacidades de la naturaleza no dejaban nunca de sorprenderme.

Las posibilidades de que el pato se encontrase libre eran muy grandes. Por tanto tenía que hallar otra solución digna al problema de la orina. Pensé que en el cajón de la mesilla de mi abuelo había un Cristo pequeño, de color verde, como los llamados San Pancracios, que brillaba mucho, (por eso estaba metido en el cajón), y me podría servir de iluminación temporal en el recorrido que tenía que hacer por la casa, pero tuve que desechar la idea porque el cajón de la mesilla se encontraba algo desencajado y con el ruido podía despertar a mi abuelo y lo que era peor, podía pensar que mis intenciones se correspondieran con alguna travesura.

Otra solución podía consistir en intentar subir algo la persiana y en el caso de que hubiese empezado a amanecer, tenía que haber luz en la casa y el acceso al cuarto de baño no tendría problemas, pero la persiana era de madera muy sólida y cualquier movimiento daría origen a un ruido seco y fuerte al chirriar toda la estructura y también despertaría a mi abuelo, teniendo que dar explicaciones.

Acudir al cuarto de baño por la noche era muy natural y lógico por otra parte, pero existía en ese momento mucha sensibilidad en mi casa a mis movimientos nocturnos, derivado de los acontecimientos de la noche anterior y algo perfectamente natural podía ser mal interpretado y por tanto debía encontrar una solución discreta por la que pudiese liberar “mis aguas” sin que se tuviese que enterar nadie en particular.

Otra solución podía consistir en descender de mi cama y arrastrarme por el suelo hasta el cuarto de baño, de tal manera que el riesgo de volver a pisar al pato no existiera. Esta idea parecía la más correcta y de menor riesgo y si además, al salir de la habitación hacia el pasillo, había amanecido, el problema estaría solucionado y no haría falta seguir el recorrido por los suelos.

Cuando levanté con lentitud la manta que me cubría para deslizarme hacía el suelo mi abuelo se movió girando sobre sí mismo y rechinando los dientes. En ese momento me quedé paralizado por la sorpresa. ¿Cómo era posible que mi abuelo rechinase los dientes?. No tenía un solo diente y su dentadura flotaba en el agua del baso que todas las noches colocaba sobre la mesilla. ¿Estaría atento a mis movimientos?.

Para confirmar que seguía dormido, ya en el suelo, levante el brazo, moviendo la mano en actitud de saludo y permanecí a la espera de algún tipo de respuesta. Aunque estaba a oscuras, lógicamente conocía perfectamente la posición de las camas y muebles y por tanto en que dirección debía saludar. No hubo respuesta, lo que me indicó que podía iniciar mi actividad reptadora en dirección a la puerta de salida de la habitación.

Cuando había superado la distancia adecuada y empezaba a empujar con cuidado la puerta para salir al pasillo, pude comprobar que aún no había amanecido y que por tanto tendría que seguir en mi posición serpenteante el resto del camino, pero en ese momento percibí varios golpes breves y consecutivos en la frente que me asustaron, teniendo que reprimir un grito y estuve apunto de levantarme de un salto. Se trataba del pato, que como era de esperar se había liberado nuevamente y atento a mi actividad me increpaba con algunos ligeros picotazos.

Aprovechando la situación y a pesar de la oscuridad, extendí ambos brazos al fin de poder coger el pato y de echo hubo un momento en el que lo tuve en mis manos, pero huyó despavorido de mí, haciendo resonar por el pasillo unos pasos ligeros y palmípedos de poca intensidad, al tiempo que emitía un sonido no identificable pero muy inoportuno.

Opté con la mayor inmediatez por volver sobre mis pasos y ascender nuevamente hasta mi cama, cubriéndome con la manta. Me quedé a la escucha y nadie abrió ninguna puerta, ni hubo novedad alguna.

Agradecí el calor de las sábanas y la manta, ya que me había quedado frío al reptar por el suelo y noté que mis ganas de orinar se habían incrementado desproporcionadamente. Presumo que el arrastrar por el suelo los genitales cuando estaba reprimiendo una necesidad vital de tales características, no debió ser lo más apropiado.

No sabía muy bien que hacer. La realidad es que no tenía ningún deseo de sufrir una reprimenda por parte de nadie y volver a levantarme esa noche con el jaleo que se había montado la noche anterior estaba seguro que era como jugarse la vida.

Tenía que encontrar alguna solución de inmediato, porque casi no podía aguantar más y de un momento a otro me iba a orinar.

Ante situaciones límite la cabeza funciona con prontitud y generas cualquier solución inmediata sin apreciar muy bien las consecuencias y en esos momentos de desesperanza en los que me encontraba recordé con genialidad que mi abuelo siempre tenía debajo de su cama un orinal de porcelana. Incluso de vez en cuando, en el curso de la noche, escuchaba sus evacuaciones con una aparente potencia desordenada y me parecía una gran estupidez el no haber pensado antes en ello, convenciéndome de que lo más lógico y explicable ante cualquier situación que se pudiera dar, era utilizar, incluso por precipitación biológica, el orinal que tenía más cerca. Podía incluso justificar el hacerlo por haber evitado volver a pisar el pato y despertar nuevamente a la mitad de la población más próxima.

Volví a destaparme y agachado en cuclillas tanteé debajo de la cama de mi abuelo en una absoluta oscuridad y la fortuna me favoreció. En dos pasadas breves encontré el orinal, como si se tratará de un verdadero tesoro.

Al levantar el orinal tropecé con el somier de la cama y sonó un ruido sordo e intenso que me pareció de una intensidad infinita y casi me meo encima del susto. Sin embargo, mi abuelo simplemente volvió a girarse sobre si mismo dando continuidad al rechinar inexplicable de dientes y siguió durmiendo.

El orinal estaba muy frío y lo acerqué hacía mi, colocándolo en posición para realizar la operación con la mayor prontitud posible. Es curioso que en estas situaciones la necesidad de orinar que te mantiene dolorido y tenso, ante la proximidad de la liberación, se haga mucho más intensa, por lo que me resultó algo complicado manipular mis órganos y el orinal al mismo tiempo con la debida coordinación. En ese momento recuerdo que la sensación fue como si estuviese levantando con un brazo una pesa de muchos kilos, ya que el orinal parecía no de porcelana sino de hierro fundido.

Finalmente, aprecié el gran placer que te proporciona una actividad animal y liberadora. Durante un largo rato deje que mi cuerpo se satisfaciera con la mayor plenitud. No sabía como se podría vivir en un paraíso, pero en aquellos instantes, estuve en un lugar así, incluso el recuerdo me hace pensar que mi cuerpo llegó a levantarse del suelo.

Sin embargo, cuando la culminación del placer estaba pasando y los últimos pasos liberadores formaban parte del final de mis sensaciones, aprecié que a pesar de la gran fortaleza del acto realizado, éste lo había efectuado en un absoluto silencio y que algo no tenía sentido, ya que orinar con tanta energía en un orinal debía de haber provocado en el silencio de la noche casi un ruido infernal y eso no se había producido.

A continuación, moví con dificultad y cuidado de un lado a otro el orinal y comprobé que éste estaba casi vacío y después de tales acontecimientos, ¿dónde había ido a parar el resto de mi acto liberador?.

La verdad es que en ese momento estuve a punto de soltar el orinal y realice un gran esfuerzo para colocarlo en el suelo con lentitud y a continuación tuve nuevamente que tantear a oscuras para descubrir que gran parte de orín se había distribuido entre la manta y sábanas de la cama de mi abuelo y la pared de enfrente.

Sinceramente se me erizaron lo pelos de la nuca y en un momento de absoluta tensión, por mi cabeza pasaron diversas escenas. Mi abuelo, mi padre, mi madre e incluso la sonrisa torcida de mi hermano pequeño, al cual en más de una ocasión había molestado yo por sus problemas de esfínteres.

En ese momento, empujé en cámara lenta el orinal hasta su punto de origen y volví a meterme en la cama tapándome hasta la cabeza.

Recuerdo que en una pesadilla acabé durmiéndome de nuevo y al día siguiente, cuando me desperté, ya se había levantado mi abuelo y demás familia y escuché sus movimientos por la casa. La cama de mi abuelo solo tenía el colchón y las sabanas estaban arrebujadas en el suelo.

Con gran parsimonia y convencido de que mis actos tendrían unas graves consecuencias me levanté y fui al comedor para desayunar. Me encontré con mi madre y mi abuelo estaba sentado tomando un tazón de café.


Estaban hablando. Mi madre le decía a mi abuelo palabras que en ese momento me parecían inteligibles y mi abuelo tenía una cara de preocupación que incluso le había cambiado algo la expresión.

- Tendrás que ir al médico.- Dijo mi madre dirigiéndose a mi abuelo al tiempo que ponía en la mesa un plato de galletas.
- ¿Otra vez?.- Contestó.
- Las cosas hay que afrontarlas como son, si sigues molesto no puedes mantenerte así.
- No lo entiendo, la verdad.- Dijo mi abuelo levantando la mirada, pero sin observar nada en concreto.

Mi madre se quedó mirándome, se agachó, me dio un beso y me dijo.

- Vamos, date prisa en desayunar, que tengo que ir a la compra.


Que cosas pasan en la vida. Algunos silencios valen una historia. El pato un día desapareció de casa. El número de excrementos llegó a un límite inadmisible y creo que se lo regalaron a unos Curas que tenían una granja. Durante los días siguientes disfrute mucho con ese animal. Era especialmente tonto pero muy gracioso.
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