Los círculos se propagaban hasta chocar contra el borde del lavabo, arrastrando cientos de pequeños pelos, como signos de puntuación, como comas, como puntos; moviendo también los pegotes de espuma de afeitar que flotaban a la deriva. El grifo goteaba.
De entre la oreja y la cabeza empezó a resbalar una gota, temblando levemente entre los pelos aún sin cortar, bordeando, casi sin tocar la frontera que formaba la espuma, la siguió, lenta, creyendo incluso sentir su roce con la piel, hasta que vio como se perdía bajo la curva de la mandíbula. Levantó los ojos y se encontró con alguien como él, con la mitad de la cara cubierta de una espuma mal extendida y la otra mitad a medias, alguien con una toalla blanca rodeándole la cintura, remetida sobre la cadera izquierda para que no cayera, con el pelo aún mojado y sin peinar de la reciente ducha, y aunque eso no lo podía ver ese alguien también estaba descalzo y notaba el frío en los pies y el olor del gel que aún perduraba. Era el mismo ritual, desde los quince años, desde que empezó a salirle esa barba como de alambre negro y duro, esa barba que a duras penas podía contener, que tras caer en la cuchilla, no llegaba a rendirse y se anunciaba en una piel azulada proclamando que seguía ahí dentro. La misma nuez de espuma sobre la palma de la mano, el masaje descuidado para extenderla, la segunda pasada y al final esa sensación de piel hervida, de tener el olor mentolado de la loción hasta en lo más hondo de sus pulmones.
La maquinilla se deslizaba suave, era el afeitado menos abrupto de los que podía recordar o al menos de los que era consciente, por que a veces nos afeitamos de manera mecánica con la cabeza en la hipoteca o en el colegio de los niños y no somos conscientes de lo que nos está pasando, también nos pasa en momentos graves y duros y no somos conscientes de que perdimos la pierna hasta que intentamos apoyarnos en ella y aún así seguimos avanzando hacia el coche volcado por que tenemos la cabeza en nuestra mujer y los hijos. Las cuchillas se movían sobre la barbilla y el pelo se rendía dócil, casi podía prescindir del jabón y era agradable.
-Es jodida la quimioterapia – pensó – Igual podría afeitarme con una cuchara.
Recordó entonces haber leído, que uno siente una extraña desazón cuando se levanta temprano, era Cela y quizás fuera en la Alcarría, eso ya no le recordaba; él sentía la misma desazón pero no era temprano, eran las tres de la madrugada y se había levantado, por que no quería que la cama se lo comiera, quería que empezara el día, que amaneciera uno de esos días que le quedaban antes de que su cabeza se cubriera con una pelusilla infame y su barba de alambre negro se volviera de hilo de seda.
Apoyó las dos manos a ambos lados del lavabo, bajó la cabeza mirando Puso su mente en blanco y como en ese ritual que hacía desde los quince años, inconscientemente empezó con la segunda pasada.