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Categoría: Románticos

MUERTE EN EL PUENTE PEATONAL

Comentario del autor: Drama de muy fuerte contenido, leer cuidadosamente.

Había elegido el lugar óptimo para esa cita solicitada por ella pero que sólo él sabía que era la última, pensaba, mientras se ajustaba la gorra, asegurándose que las fotos, las cartas y la pistola cargada estaban ordenadas en la mariconera; desde allí, reflexionaba con lágrimas en los ojos, el mar caribe se muestra en una inmensidad que ofrece la libertad que necesitaba para el trágico fin que se había propuesto, y se alcanzaban a ver los reflejos de la gran urbe, ciudad de sus amores y también del gran dolor que ahora experimentaba, porque fue allí en aquella ciudad donde su amada Ivelisse se perdió en los placeres de la bohemia, dejándole en la más terrible soledad que jamás experimentó, soledad que ahora será eterna pero dulce, musitó finalmente, lanzando con fuerza el periódico matutino y su noticia de primera plana: “hombre celoso mata mujer”.

La figura esbelta de Ivelisse ya le esperaba sobre aquel viejo puente peatonal suburbano; los jeans azules con pretina justo por debajo de donde empieza el pubis, y la chaqueta con dos botones abiertos, sin brassier por encima de su ombligo hundido, ofrecían la seguridad de que estaba dispuesta a reconquistarlo. Sergio subió con entereza por los escalones que dan al mar, caminó con la misma firmeza hasta el centro del puente donde ella se encontraba; el mar espejeaba tranquilo, la autopista era una procesión interminable de vehículos variados que se movían a gran velocidad, y en lontananza, al fondo, la ciudad, que lucía triste, lánguida como el tono de las palabras que expresó Ivelisse para iniciar la conversación:

---Hola Sergio, donde hubo fuego, ceniza queda, y mi corazón se asfixia en la ceniza que me queda de tu amor.
--Pero yo no, Ivelisse, las cenizas, si las hubo, se esparcieron hace ya mucho tiempo, contestó Sergio, con indiferencia, logrando que dos perlas húmedas brotaran de los grandes ojos marrones de Ivelisse.
-Yo aún te quiero, mi Sergio,
-Es tarde, Ivelisse, me traicionaste.
-No lo veas de ese modo, cielo mío, mi deshonrosa acción sirvió para darme cuenta que mi vida eres tú, observó Ivelisse lanzando una mirada suplicante.

--Es tarde Ivelisse, además no quiero que me fastidies con esa mirada recurrente, apagada, ya no perteneces a mi mundo. Me hice fuerte y pude despejar de mi existencia aquellos fulgores de pesadumbre combinados con el sufrimiento y la desesperanza que acorralaron despiadadamente mi alma y mi corazón aquella noche en que me desvelé esperándote. No regresaste. Te llamé mil veces, te escribí, recuerdo que te dije que era temprano Ivelisse, que aún me faltaban pedazos de firmamento por obsequiarte y flores voladoras para ser ofrendadas a tu increíble hermosura y sensualidad. Ni siquiera contestaste.

--Cierto, pero ahora te llamé yo, comprendí que sólo te amo a tí. Además, acepté venir a la cita, mi Sergio, ¿porque crees que estoy aquí?

--Para burlarte, para solazarte en mi sufrimiento, en la desdicha que me proporcionaste, pero ya mi corazón se despojó de toda piedad en lo que se refiere a tu frívola presencia, ¿o acaso nos has notado la violencia con la que te rechaza mi espíritu cuando algunas noches intentas introducirte, -cual intrusa- en las profundidades de mis sueños? Es tarde Ivelisse, me eres invisible. Aquellas pasiones se esparcieron tan frívolamente como llegaron, y en tu ausencia empecé a comprender las palabras de Garcia Cimandevilla cuando sentenciaba que la belleza es algo mas que un cuerpo que se deteriora célula a célula y día a día, que la belleza es la consciencia de nosotros mismos, al margen de cuerpos, tiempos y circunstancias.

--Pero Sergio..

Es tarde, Ivelisse, la sumisa esclavitud a que me sometieron tus devaneos irracionales se esfumó con tu deslealtad. El pedestal que te erigí aún sigue en aquel lugar ignoto sólo conocido por ti, pero te advierto que ya no está adornado con tu imagen. La derrumbó tu desaire.

-Perdóname Sergio, imploró Ivelisse casi prosternándose.

No Ivelisse, te dije que es tarde, me sumergí en un mundo nuevo, donde no tienen cabida la plasticidad y la doblez. Allí, Ivelisse, en mi morada nueva, no me conmueven tus simulaciones grotescas y tus lágrimas fingidas, porque ahora habito con la esperanza y la autenticidad. He conocido un reino al que no puedes ni acercarte. Te mataría su exceso de luz.

-Sergio mío, imploró de nuevo Ivelisse, esta vez entornando los ojos en una mirada sensual, al tiempo que disponía que el dedo pulgar de su mano derecha bajara un poco más el jean y su mano izquierda desabrochara otro botón de su blusa, -te necesito-

--Es tarde Ivelisse, no tienes necesidad de provocarme, así es que aparta esa mirada voluptuosa y enfermiza de mi rostro que en mi universo nuevo descubrí que las otras mujeres también disponen de esas herramientas de poder y de insolencia, Siempre pensé que eran sólo tuyas esa fogosidad y exaltación con la que tú me despachaba noche por noche a lugares distintos del cosmos. Me equivoqué, así que te ruego que desvíe tu mirada y aléjate de mí, dijo, abriendo la mariconera y lanzando en su cara las fotografías de su idilio, de sus nupcias y algunas intimidades, así como las cartas que compendiaban su hermoso noviazgo.

--Confórmate, prosiguió -sacando la pistola- con quién hoy recoge tus penosas impetuosidades y es que jamás, nunca jamás penetrarás la coraza de dudas y desconciertos que me construyó tu pérfida partida y tu prolongada ausencia,

--- ¿Qué estás haciendo, mi Sergio? ¿Qué piensas hacer? ¿Estás loco? Sergio, no, por favor no.

--Es tarde, Ivelisse.

El disparo le rompió el corazón, lanzándole por encima de los tubos de seguridad del puente, chocando con las barandillas por donde cayó al vacío. Aquellos ojos marrones, azorados, vieron como si fuera en cámara lenta el cuerpo deslizándose suavemente, bajo la fresca brisa del mar, hasta caer violentamente en el pavimento de la autopista, oyendo, con los nervios alterados, el chirriar de los frenos y los choques simultáneos de los vehículos que transitaban por la pista, para no aplastar aquel cuerpo inerte ensangrentado.

Entonces observó en la mariconera aquel mensaje que le hizo llorar de nuevo: “Que extraño es el amor. -Esta mujer de fuego, miserable y astuta jamás sabrá que aún la sigo amando con igual desbordamiento de pasión, con igual o mayor intensidad”

Joan Castillo.
14-05-2004
Datos del Cuento
  • Categoría: Románticos
  • Media: 6.18
  • Votos: 49
  • Envios: 2
  • Lecturas: 4370
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