Un círculo imperfecto carmesí en cada mejilla, el sombrero hongo multicolor de retazos, unas pelotas de trapo gris y una botella de plástico abollada con un poco de agua son las herramientas de trabajo que siempre están prontas cerca del escenario, a la vista del público. Hoy la función está por comenzar. El malabarista está casi pronto, aunque aún necesita concentrarse en la rutina de hoy, un poco diferente a la de ayer y a la de mañana, pues corresponde agregar una dificultad o un juego de efecto para impresionar al respetable, para llamar su atención, no siempre favorable. Hoy parece haber más dificultad que nunca: las cosas van de mal en peor y una corriente de sentimientos encontrados le llenan la cabeza y lo confunden. Justo ahora que es la mejor hora para empezar, pero ¿ayer no fue así también?, ¿y anteayer? y ¿qué pasó? Pues acomodó sus ideas y sentimientos lo mejor que pudo e hizo el trabajo, mientras las pelotas de trapo subían y bajaban, se entrecruzaban, pasaban de mano en mano y debajo de las rodillas, íba colocando un pensamiento aquí, dejando fluir una idea por allá y dejábamos el dolor de estómago junto a la abollonada botella. Y hoy ¿por qué no?. Pues allá vamos. La luz roja se encendió y ¡a comenzar el acto! La luz verde señala el final y es hora de recibir algo: miradas indiferentes, gestos de desagrado, algunas sonrisas y a veces alguna moneda o una fruta, bastante para alguien que en un mes va a cumplir ocho años, tres de ellos en los semáforos de la gris e indiferente ciudad.