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Categoría: Historias Pasadas

Malditos asesinatos.

Era una fresca mañana de un fatídico día treinta de abril del año 1.937.
Antonio fue sacado del viejo e histórico torreón que hacía las funciones de cárcel en aquella villa, y junto a otros compañeros y paisanos allí presos, fueron llevados en un camión hasta el gran edificio de rancio abolengo que en siglos pasados había sido casa-palacio de una rica familia, y donde ahora, en sus dependencias los militares sublevados habían instalado el mando de la zona durante todo el período de tiempo que duraría la guerra.
Todos ellos, eran hombres del pueblo que ningún delito de sangre habían cometido. Unos, al iniciarse la rebelión militar que nos llevó a la más sanguinaria guerra civil, huyeron despavoridos ante los anuncios que oían a la gente:
-¡Que vienen los nacionales matando a todo el mundo!
Otros en cambio, su único delito era, o había sido, pertenecer antes de la contienda a un partido de izquierdas; PSOE, PC, o a un sindicato no afín ideológicamente a los sublevados, como UGT.

Demacrados, tristes, sumisos, con barba de varios días y ropas humildes, pasaron adentro del edificio, traspusieron el patio con claustro de columnas y fueron empujados hasta una gran sala austera, con pocos adornos, y sólo una mesa alargada al fondo, sobre un estrado elevado.
Unos bancos, sirvieron de asiento al grupo de hombres presos, que hicieron su entrada en el salón, empujados otra vez, para que no se rezagaran.
La incertidumbre hizo que todos temblaran de miedo haciéndose las mismas preguntas:
-¿qué será de nosotros? ¿Qué irán a hacernos?
Tras un rato de larga y angustiosa espera, la puerta lateral de la sala se abrió. Las botas sonaron con fuerza y humillante prepotencia sobre el suelo de la lúgubre estancia.

-¡De pie, firmes! –gritó con ímpetu un militar.
Todos obedecieron al instante y fueron lentamente poniendo erguidos con dificultad sus entumecidos cuerpos, maltratados por tantos días sin ejercicios, encerrados en el viejo torreón.
Entraron en la sala los jueces militares de alta graduación que componía la farsa de aquél tribunal de injusticia, odio y rencor.
-¡Se abre el consejo de guerra contra los acusados…..! –dijo un auxiliar, que luego fue nombrando a todos y cada uno de aquellos inocentes, pobres y desgraciados hombres del pueblo.
Tras serles leídos en voz alta los “graves cargos” que había contra ellos, por los cuales se les juzgaba -pertenencia a partidos y sindicatos, por haber huido y después haber sido reclutados y alistados “voluntarios” al bando contrario-, el mazo sonó con fuerza atronadora sobre la superficie de la mesa, haciendo retumbar como un trueno los oídos, los corazones y los cerebros de aquellos que ya eran carne de fusil, a los que las lágrimas les corrieron por los surcos de la piel de sus curtidas caras, tras escuchar estas terroríficas palabras:

-Consejo de guerra sumarísimo, en el que cada uno de los presentes, -se volvieron a leer sus nombres- han sido juzgados y condenados a:
-¡¡Pena de muerte!! ¡¡Ejecución por fusilamiento!!

El mundo se les vino abajo a los procesados. Cada uno pensó en esos momentos en sus padres, o sus hermanos; y los más de ellos, en sus mujeres e hijos, que por aquella vileza, quedarían desamparados y hundidos para siempre en la miseria y el desprecio, por ser tachados como “hijos de fusilado”.

Llorando, abandonaron la sala.
Atados por los pies y las manos, la cuerda de presos fue introducida de nuevo en el camión, y llevada otra vez a prisión entre sollozos y tristes y amargos llantos de desesperación.

Diecisiete días después, en la madrugada del 17 de mayo, volvieron a abrirse las puertas del torreón. La carga humana, atada, volvió a ser subida al mismo vehículo, cuando aún la luz del día primaveral no había comenzado a derramarse por las campiñas de olivares, y los montes que circundan la villa donde iban a llevarse a cabo tan impunemente y sin piedad los viles asesinatos, encubiertos bajo el manto de la farsa de un consejo de guerra.
El camión tomó el camino de las afueras de la villa, y encaminó su rumbo hacia un lugar que ya, todos llorando, intuían; el cementerio municipal.
-¿Por Dios, que vais a hacer con nosotros? -clamaban a sus asesinos.
Nadie contestaba a sus ruegos, mientras iban siendo sacados del camión y puestos de espaldas a la pared del cementerio y mirando cara a cara a sus asesinos.
La incipiente luz del día comenzaba tímidamente a hacerse un hueco en la oscuridad de la noche que iba terminando, y el cielo, como augurando la tragedia, comenzó a teñirse de rojo allá por el Este, por donde el sol estaba a punto de asomar con sus aún débiles resplandores.
Con una rapidez y pulcritud que parecían haber sido ensayadas en muchas más ocasiones, el pelotón de fusilamiento se alineó a escasos metros frente al grupo de los reos.
Se oyó la voz altiva del militar que mandaba el piquete, ordenando a sus hombres:
-¡Pelotón!
-¡Apunten! -mientras unos ojos llenos de lágrimas se cerraban apretados con fuerza, para no ver venir la muerte que les daban sus asesinos.

¡¡Fuego!!

En el silencio del amanecer, el estruendo de los disparos sonó, llegando a ser oído en la villa, donde muchas mujeres y hombres lloraban rezando por las almas de los pobres desgraciados que esa mañana, como otras más, fueron asesinados sin clemencia alguna.
Y el aire se impregnó del olor a la pólvora, mientras que el suelo se teñía con las extrañas figuras que la sangre formaba corriendo por la tierra, al salir de los cuerpos.
Unos, yacían muertos gracias al buen hacer y puntería de sus verdugos, pero algunos de ellos, entre los que se hallaba Antonio, aún permanecían con el leve aliento de la vida que se resistía a abandonarlos.
La cara mirando al cielo, la camisa roja en un pecho ensangrentado.
El oído aún percibía confusos sonidos, y los ojos veían algo borroso.

-¡Este está vivo todavía, mi capitán! -fueron las últimas palabras que escuchó.

Boca arriba estaba su cuerpo, cuando en la penumbra de la casi inconsciencia, escuchó un tremendo y atronador ruido que entraba por su cerebro como un potro desbocado, destrozándolo todo a su paso.
Sus oídos dejaron entonces de escuchar, y sus ojos dejaron de ver; a pesar de quedar abiertos mirando el limpio y luminoso azul de un cielo claro, en el que comenzaba lentamente a amanecer; mas para ellos, se hizo la eterna y negra noche, llena de una infinita oscuridad, mientras que el humo de la pólvora que impulsó a las balas, se extinguía elevándose hasta el cielo llevado por la levedad del aire, después de haberse apropiado de la vida de aquellos inocentes.
Poco rato después, ya nada quedó de ellos sobre la tierra: sólo su sangre, y la herencia dejada; unos, mujeres e hijos; otros, sus padres y hermanos.

Cuando días después, la hija de Antonio fue como cada semana a llevar ropa limpia y alguna comida a su padre, un hombre le dijo a la puerta de la cárcel:
- Niña, ya no vengas más; tu padre ya no está aquí.
Esa, fue la única explicación que les dieron sobre la desaparición de su padre.
A sus familias, nunca se les dijo dónde fueron enterrados, y jamás supieron dónde acudir para honrar su memoria, orar en sus tumbas, llorar a su ser querido o poner unas flores.

Bajo el suelo, quedaron para siempre, -y aún quedan- mezclados sus cuerpos en una fosa o tumba común, cual si fueran cosa que vergonzantemente y a escondidas, hay que hacer desaparecer de la memoria del tiempo y de la Historia.
**************************************
Que descansen en paz todos ellos.
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1 comentarios. Página 1 de 1
ARCANGEL
invitado-ARCANGEL 09-01-2006 00:00:00

Ante mi sorpresa por esa forma tan elegante de escribir, me he dirigido a todos tus cuentos y viendo que tienes uno más; quisiera expresarte mi admiración por ambos, esperando que sean el inicio de una larga lista. Ha sido un placer leerte. Un saludo

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