El arco era angostito, que es algo más que angosto. Pedro lo había hecho a la antigua, con dos bollos de ropa en cada esquina, la altura la iba a dar su brazo levantado, y no se iba a estirar demasiado, de última gritaría "alto!" y el tanto sería anulado.
"Él será todo el Diez que quiera, pero a Pedro no le va a hacer un gol tan facilmente".
Lo vio venir de lejos, gordito, fuera de estado, y se sonrió. Si no abatía la portería iba de cabeza al purgatorio.
Avanzó desde el fondo eludiendo a varios santos, como para entrar en calor e ir produciendo un poco de inquietud en el portero. Éste frunció el entrecejo cuando gambeteó al Agustín, luego eludió de manera increíble una podadora de Ignacio. Pablo y Bartolomé, proverbiales por su bravura estaban destacados en la última línea. El Diego los dejó pagando con sus amagos.
Y ahora estaba frente a él, el amo de las llaves, con la tribuna llena de ángeles, beatos, santos y monjes. Agitó los brazos para amedrentarlo acompañándose del tintinear de sus metales, mientras calculaba adonde iría el balón después del frentazo de Maradona. Y se tiró, pero no había calculado la mano del genio que la zambulló en el otro ángulo. Se la puso en el "rincón de las ánimas".

La apoteosis fue monumental (con perdón de la palabra). Hasta de enfrente, porque siempre está enfrente el infierno, se escuchaban los festejos.
En fin, él sólo era San Pedro y el gol lo hizo la mano de Dios.

Derrumbado sobre una nube vio como el ídolo se retiraba del cesped con la redonda, ingresaba al túnel y vovía a la Tierra.
Había ganado tiempo adicional.