Pasos prestos, a través de oscuras arterias de madera y adoquín, que cruzaban mil vceces las entrañas de aquella tenebrosa fortaleza de la campiña. Verdugos sigilosos llegaron a una concavidad de ese laberinto, una cama deshecha dominaba el silencio, la luz de una somnolienta vela luchaba contra la envolvente nada. Las espadas de aquellos hombres, forjadas antaño con duro y feroz acero, robaron la vida de un hombre que había proferido palabras de traición contra ellos. La sangre del caballero se derramó sobre el suelo, su cuerpo ya sin vida fue arrojado luego a las oscuras aguas del foso que circundaba el castillo.
Varias jornadas después un doncel descubrió en una alacena un pergamino de letra temerosa y amarillenta piel. Éste revelaba una intriga interna para asesinar al rey, amén de una nota personal de alguien que decía iba a ser asesinado por los maquinadores. El doncel, asustado, corrió a la sala del trono para dar noticia de su hallazgo. Pocas horas después, la horca lamía el cuello de los traidores.
Esa misma noche, cuando las estrellas ya salpicaban el mudo cielo y la luna miraba los campos con gesto maternal, una espada furtiva se coló en los aposentos del rey. El acero avanzó hacia el monarca a través de la penumbra. Detrás de él, un pecho engalanado con el emblema de la estirpe real.
El intruso llegó hasta la blanca y fastuosa cama y con absoluta sangre fría clavó la espada en el pecho de su ocupante. Una tormenta de gemidos y gritos invadió la sinuosidad de los pasillos. Después el silencio nocturno volvió a gobernar.

Habiendo descubierto lo sucedido, los caballeros del rey persiguieron al asesino, pero éste se escabulló y escapó a los campos, perdiéndose en la oscuridad. Varios de ellos salieron en su busca, mientras otros tantos se quedaron en el castillo para proteger al príncipe regente.