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Mercaderes en el desierto

Había una vez un grupo de ricos mercaderes que decidieron salir fuera de la ciudad a vender sus mercancías. Otros más modestos decidieron seguirlos, pensando que así ellos también podrían ganar algo.

Los mercaderes ricos no estaban muy contentos con la idea de que los otros les siguieran, pero no podían hacer nada para evitarlo.

Pero había entre todos los mercaderes ricos uno muy avaricioso que por nada del mundo quería ser visto en compañía de gente corriente, así que ideó un plan. Como tenía mucho dinero compró todos los carros y todos los animales de tiro y se los vendió solo a los mercaderes que pudieran pagarlos.

Sin carros y sin animales de tiro, los mercaderes más modestos tuvieron que salir a pie, con lo que tenían: algunos caballos, algunos carros y poco más.

Los mercaderes ricos pronto llegaron al desierto. Era un lugar duro para atravesar, e iban tan cargados que a los animales les costaba avanzar.

—Será mejor deshacerse de la carga menos valiosa —dijo el mercader avaricioso—. Cuanto menos peso llevemos antes llegaremos a nuestro destino. Ya conseguiremos lo que abandonemos más adelante.

Y así se deshicieron de las vasijas de agua, dejándolas en cualquier parte.

Cuando días después los mercaderes modestos encontraron las vasijas de agua pensaron que era un regalo divino, y no dudaron en recogerlas.

—Iremos mucho más despacio —dijeron unos.

—No importa —dijeron otros—. Nos cruzaremos con muchos que querrán pagar por el agua y, con lo que ganemos, podremos comprar algún carro y algún animal más.

Y funcionó, porque muchos fueron los que, agradecidos, les pagaban en oro por un simple cazo de agua.

Semanas después, los mercaderes modestos alcanzaron a los ricos, que, moribundos debido a la sed, se habían quedado tirados en medio del desierto.

Los mercaderes modestos les ofrecieron agua a cambio de carros y parte de su mercancía. Los ricos aceptaron sin dudarlo. Y así todos llegaron a su destino. Los ricos con mucho menos y los otros con mucho más, por haber sido listos y haber sabido aprovechar una buena oportunidad. Porque el valor de las cosas no está en lo que cuestan, sino en el servicio que pueden dar.

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