La niña, sentada en la cama de su habitación, miraba fijamente el libro tirado en el suelo.
Lo había intentado varias veces. Había cogido el libro y lo había abierto. Había batido las hojas haciendo crujir el aire como si se trataran de verdaderas alas. Lo había impulsado con su propia inercia, como un pájaro que salta del nido intrépido. El libro se había estrellado en la moqueta, se había negado a volar, se había empecinado en precipitarse contra el suelo.
Ella no pudo más que ocultar su rostro con sus manos. Lloró, desalentada, porque no había conseguido enseñar a volar a su joven libro.