Mi padre
Mi padre que Dios lo tenga en su gloria, conoció la pérdida y el dolor a los siete años, a esa temprana edad como les dije, quedó huérfano de padre. De niño tuvo que abandonar juegos, amigos y estudios, y hacerse cargo de la familia, aunque había nacido en cuna de oro, con la muerte del padre y la falta de un hombre que defendiera sus intereses, vio cómo de la noche a la mañana surgieron cambios a los cuales veía casi imposibles de adaptar. Transmitirles todo su sufrimiento es además de tedioso, algo que no está justificado, pero pretender pasar por alto algo tan violento, no haría justicia a mi padre ni a su manera de ser.
Nació en el año dieciocho; como treinta años después me tocó a mí, eran años de guerra y posguerra. Superó enfermedades, necesidades hambre y escollos, avanzó como pudo y llegó a la edad de reclutamiento. Se graduó como hombre al cumplir sus dieciocho años al entrar en el ejército durante La Guerra Civil de España. Ser judío en esa España llena de errados pero enquistados y enmarañados odios religiosos fue un timbre lleno de trabas en aspectos militares.
Afortunadamente mi padre sabía, (de saber y sabio) cocinar. Los primeros tres años de ejército los pasó como intendente de cocina del Generalato. Innumerables eran sus cuentos e historias de cómo hacía ciertos exquisitos platos en pleno frente de batalla o cómo lograba esa cantidad de manjares que supuestamente no existían por la guerra. Mi padre me heredó el secreto de ello: el trueque. Visitaba en los pueblos a la gente y les cambiaba a las mujeres un producto por otro: pan, harina, aceite, azúcar, por pollos, chorizos y otros.
Mi hijo David llegó a tener la cadena de restaurantes más afamados de Caracas, en sus momentos contaba con los seis mejores chefs, puedo con fundamento decir, sin ofender, que como cocinero en su estilo mi papá les llevaba gran ventaja. Nuestros chefs con los mejores ingredientes (salmón, caviar, paté, langostas, etc.,) eran capaces de hacer maravillas, pero de no contar con ellos, simplemente nada hacían. Mi padre con nada, hacía los mejores platillos. Mi padre con un simple pollo, ciruelas, duraznos, zanahorias, sal pimienta, pimentones: a chuparse los dedos. En lo referente al mar: un pescado, perejil aceite y limón. A veces unas sardinas en su piel con mínimo de aceite y mucho limón, (bocado de Cardenal) y más simple aún: unos boquerones curados con gran cantidad de limón y algunos ajos crudos. Carnes guisadas, su especialidad. Él preparaba unos chorizos picantes y dulces como pocos. Tortillas: las de él eran de doce centímetros de alto. Fritaba las papas, luego la cebolla, a veces algún pimiento dulce y cuando el color venía acompañando los olores, echaba los huevos y el toque de sal. Vuelta artística con la ayuda de un plato grande y a disfrutar. Cómo olvidarlas u olvidarlo, jamás.
Mi padre sintió por el ejército un amor al que siguió siendo fiel hasta el último minuto de su vida. Es de entender: la atención que profesaba a los generales y las de estos para con él, era de alguna manera una especie de relación paternal. En el ejercito encontró en esos grandes hombres el afecto que el destino le quitó en su niñez. Me contó que aunque no había sido llamado a filas, su madre en su situación de viuda y sin oficio, quería pedir la excepción para él, sabiendo mi padre a su hermano en plena línea de batalla no quiso lo tildaran de cobarde. Rechazó de plano esta posibilidad y a la mañana siguiente se ofreció y fue aceptado como voluntario.
Tres días con sus noches estuvo mi abuela en la azotea de su casa rezando y rogándole a Dios por sus últimos y únicos hijos, en su mayoría fueron días de ayuno, de penitencia, ella de alguna manera, logró su objetivo, a los tres años, ambos retornaron del frente, sanos y salvos.
Anécdotas de la guerra mi padre relató toda la vida. Cuentos de los soldados, a la larga han pasado en mi familia a ser chistes. Creatividad en cuanto a platos: la necesidad es la madre de la imaginación. Amigos en el alto mando, decía tener tantos y tan famosos, que a veces hasta yo dudé de ello. Eso, hasta que en la oportunidad que me enviaron a estudiar a Madrid, cuando cumplí los quince años, por medio de una carta que me dio, pude saludar el Jefe Mayor del Ejército de Madrid, algo así como al ministro de la defensa. Sentí en ese señor los mismos lazos de unión,
respeto y amistad que mi padre alardeaba tener con él.
Papá fue como casi todos los Akinín un hombre terco, se aferraba a su palabra y a su manera de pensar, pero en el transcurso de la vida que se nos permitió disfrutarlo, siempre demostró no practicar la mentira. Si él decía algo, eso era un documento. En una oportunidad fue citado por el alcalde árabe, un moro lo acusó que en unión de su hermano, los dos a la vez, le habían propinado una paliza. El jefe árabe sabiendo de qué familia se trataba y que su tío Don Abraham Serfaty, era presidente de la comunidad judía, lo llamó y él lo único que preguntó fue: “¿qué dijo David?” al escuchar la respuesta que daba el jefe moro comentó: Si David Dijo eso, así
fue. De cualquiera de las maneras mi tío Mesod, hombre forjado en labores pesadas, era poseedor de una fuerza descomunal, capaz de doblar y picar monedas con los dientes, habló con el alcalde árabe. Y aceptando en parte, ser responsable, propuso una especie de desquite para con el moro agredido. Cediendo un poco de ventaja: pidió le amarraran la mano izquierda a en la parte trasera de su cuerpo y que lo metieran diez minutos en un cuarto a solas con el moro; dijo mi tío que en esas condiciones le daría al moro una oportunidad para desquite. La petición sin
titubeos, de inmediato, fue aceptada por el jefe árabe.
Salomónica decisión, el moro estaba consciente había sido uno sólo de los hermanos quien le propinó la paliza, ya había probado la fuerza de sus puños y por nada del mundo iba a repetir la estupidez de otra golpiza. Comenzó a llorar, gritó diciendo mi tío era un loco, que lo iba a matar. No hubo necesidad de más, mi padre y su hermano salieron absueltos de cargos y culpas, al moro lo castigaron con unos días de prisión. Nunca más supieron de él.
Cuenta mi padre que uno de los generales estaba casado con una mujer hermosa, ella era una rubia despampanante. En repetidas oportunidades vio como ella tenía un comportamiento desleal con otro oficial. Mi padre no se atrevía a decir ni pío, pero había algo que lo obligaba a distanciarse del general, éste al darse cuenta, lo mandó a llamar. David, qué sucede, ¿algo te está pasando? Evadió el tema trató, pero el militar con muchas más horas de vuelo increpó, supongo tu actitud deba ser por mi esposa, y preguntó, ¿es referente a mi esposa? ¡Sí mi general! Ah…Hijo, aprende que en la vida las cosas se nos dan de a poco. Y hay que formarse para valorarlas. ¡Más vale comer un bombón a medias, que una mierda para uno sólo! Otra de las veces me refirió de los seis enemigos que él y dos de sus ayudantes de cocina hicieron prisioneros. Yendo al río sin armas, para lavar los corotos y recoger agua fresca. Unos soldados enemigos, fatigados, hambrientos, cansados y conscientes que el fin de la guerra era algo inminente, sin disparar un solo tiro, se rindieron, eso fue motivo de risa y de premios, a los tres les dieron condecoración al mérito. Al igual que en otra oportunidad cuando el chofer del camión al no tener la experiencia necesaria, calculó mal una calle, mi padre estaba parado en la barandilla de la puerta, saltó y se rompió un diente. (Herida de guerra) Años de terminada la guerra, estando mi padre tomando unos vinos con esos buenos amigos desconocidos de los bares españoles. Él refirió que una oportunidad entrando a un pueblo tuvo que decomisar una yegua, la requería para entregar un parte urgente a un oficial en la zona de guerra. Él de inmediato redactó un papel diciendo que en nombre del gobierno español: yo, fulano de tal, se hacía responsable y se comprometía a devolver el animal. La dueña de la bestia supuso la había perdido, pero a los días mi padre en persona la devolvió llevando un poco de harina y algo de aceite como compensación a los daños. Uno de los señores que estaba libando dijo ser sobrino de esa señora, que ella ese cuento lo había relatado y que no le había dado crédito alguno. Razonó y dejó ver lo pequeño del mundo. El hombre explicó con detalles el santo y seña de su tía y del pueblo. Al confirmarse los hechos, se dieron un abrazo y brindaron con otra copa de vino.
Papá no sabía medir, cuando daba, simplemente daba. En la ciudad de Mérida una señora recibió de mi padre alguna ayuda económica, ésta de una vez le entregó a su hijo, un muchacho de unos trece años, le pidió que lo criara, que ella no tenía los medios para hacerlo. Papá tomó las señas, y un número de teléfono de un conocido de la señera, lo montó en su camioneta y al otro día apareció con él en la casa.
Así de la noche a la mañana tuvimos un cuarto hermano, la nueva situación familiar no
duró mucho, a las dos semanas un día que todos fuimos a un matrimonio, de regreso encontramos a nuestro nuevo hermano completamente borracho. Algunas de las botellas de nuestro bar quedaron secas. Al acabársele la borrachera mi padre contrató a alguien para que lo llevara de vuelta a su madre. Pasada la experiencia, tuvimos que escuchar la voz de mi madre que repetía hasta el cansancio: yo te lo dije. Desde ese mismo momento y en adelante, volvimos a ser los mismos tres hermanos de antes.
Mi padre toda su vida creyó en un ideal: Dios. Luego vivió dedicado a su culto mayor: su esposa. He leído novelas, historia, cuentos de amor. Él era incapaz de probar bocado sin haberlo ofrecido primero a su esposa y luego a sus hijos. Parecía un libro abierto, él no contaba, revivía su historia. Hasta sus ochenta y cuatro años remontaba su memoria desde que tenía uso de razón.
Podía narrar un evento y detallar el contorno con lujo de detalles. Tenía paciencia para todos, y todos le tenían paciencia. Por desgracia fue sólo en su último año de vida que pude darle alguna muestra física del amor que siempre le prodigué; éramos dos imanes que se repelían por demasiado amor, respeto; lo que yo opinara de él, le preocupaba, y siendo el niño consentido de mi madre, nuca quiso entrometerse.
Han transcurrido varios meses de su partida, él siempre fue nuestro foco principal, se ganó con esfuerzo propio el cariño de sus nietos y a través de ellos lo conocimos y recomenzamos a amar. Recuerdo una vez me dijo que para los niños un padre al comienzo es como su Dios, en la medida que estos crecen deja de ser tal, para convertirse en un ser fuerte, superior, al paso de los años se transforma en un humano con todos sus defectos y una vez ido, si fue bueno y noble, vuelve a ocupar su primer lugar (qué sabio). Tenía razón, desde que marchó hablo con él de otro modo, cada instante de vacío él lo llena y aún no estando, pensar en él, combate mi soledad.
Lástima uno no aprenda de la teoría y la pueda emplear ya una vez conocida y no como acostumbramos a juzgar y vivir únicamente por la práctica.
Dicen que los hombres buenos fallecen en viernes, se dice que así lo hacen para que sus deudos sufran menos con el corte del luto que obliga el Shabat. Esto me consta es verdad, mi padre se fue de este mundo, con el mismo estilo que siempre tuvo en vida, sin causar molestias, fue un hombre hecho de roble, de esas viejas y fuertes maderas, permaneció erguido todo el tiempo, combatió tempestades, luchó contra sus molinos de viento, levantó una buena familia y su nombre es recordado como sólo se les recuerda a los que nos honra llamar. No conocimos de él una enfermedad, no nos dio molestias, a sus ochenta y cinco años tenía los pulmones de un joven, el corazón de un ángel, la alegría de un niño, la inocencia de un noble y la paz espiritual de un santo.
Se fue un viernes como dije, para hacernos más simple y corto todo, el tiempo corría a tal velocidad, que parecía una película, sentí ahogo, dolor, frustración, desencanto, pena y sobre todo un gran vacío y una enorme pérdida. Sin embargo entendí y entendemos que nada es eterno; como a sabiendas que podría convertirse en una carga, pienso que pidió lo llevaran y fue complacido, lo creo, pues un día antes se despidió, dijo cosas que guardo en mi mente y corazón, todas buenas, todas bendiciones. Ese era su estilo que “Dios te dé en proporción a tu corazón” no
pedía de más, no exigía. Me habló de mi hermana, por primera vez me dijo que ella era su preferida, lo hizo de una manera sana, inteligente, detallada. “Ella es mujer, es mi única hija, ustedes dos son fuertes, son hombres, ella no tiene quien la cuide, ustedes no necesitan, hay que velar por ella”.
Cada segundo, cada minuto de su vida la pasó bendiciendo los nietos que Dios le dio. Eran su máximo orgullo, estaba henchido de placeres, detalles, regalos y múltiples atenciones. Nos deseaba como aspiración máxima que ojalá tuviésemos nietos iguales, él supo dar, también apreció recibir. Lo vi con ellos en un desfase para mí desconocido, era capaz de hacer para complacer a sus nietos, lo que estos pidiesen, lo inimaginable en él. Había algo en él no común en otros seres que conozco, podía molestarse con alguien, con alguno de nosotros, a veces con y
otras sin razón, su molestia duraba nada, creo que no sabía guardar rencor. Quizás se alteraba, es verdad, pero nada más. Daba amor sin esperar a cambio, siempre fue el abogado entre nosotros.
Nos hacía llamar a mamá cuando él pensaba ella pudiese estar molesta, ella fue siempre el centro de su vida y de su amor.