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Aquella noche Abelardo llegó más cansado y violento que de costumbre. Él y su esposa llevaban años de una insoportable rutina: ella arropando al pequeño Nahum durante el día y soportando los malos tratos de su esposo por las noches, y él dando violentos portazos y destruyendo esa paz que ella se preocupaba por alimentar.
Estuvieron gritando más que nunca. Y cuando Nahum finalmente se durmió todavía pudo oír la voz débil de su madre pidiendo compasión. Él no se metía porque cierta vez ese ser adorable y cariñoso le había mirado con los ojos llenos de furia mientras le decía casi gritando «¡Vuelve a la cama, chico malo!» Esas palabras se habían marcado a fuego en su memoria, y desde entonces jamás salía de su habitación. Y procuraba irse a ese mundo en el que se sentía protegido.
Algo lo mecía con dulzura, quizás su madre lo tenía en brazos como cuando era más pequeño. Abrió los ojos: un cristal amarillento proyectaba árboles, casas y animales que pasaban a toda velocidad. Se irguió en el asiento del coche. Su padre conducía con la vista clavada en el horizonte. El asiento delantero del acompañante estaba vacío. No dijo nada, ni siquiera preguntó por su madre. Recordó un cuento de una gamita que se quedaba ciega en medio del bosque. Se recordó a sí mismo compungido por ese ser indefenso al que nadie podía ayudar, y también pudo ver a su madre leyendo en voz clara y dulce. Después siguió mirando en silencio el paisaje que se aglutinaba tras el vidrio.
Dos años más tarde Nahum seguía asomándose a todas las ventanas que podía. Al principio, la convivencia con su padre había ido bien; incluso, le había costado comprender por qué su madre le temía tanto a ese hombre. Al cabo de un tiempo, conoció en carne propia sus razones. Su padre empezó a tratarlo con dureza y sus torturas se volvieron cada vez más insoportables. Llegó a decirle que su madre lo había abandonado porque nadie podía quererlo. Nahum sabía que no era así, pero no dijo nada.
En una de esas golpizas sintió una intensa presión en los ojos; algo lo obligó a cerrarlos con fuerza. En medio de la oscuridad vio a una gamita rugiendo de dolor y desesperación, con los ojos completamente hinchados y tropezando con todo lo que se ponía en su camino. Nahum le habló con dulzura y, como por arte de magia, ella comenzó a verlo todo y desapareció recta y erguida por el sendero.
Cuando Nahum consiguió abrir los ojos, todavía se sentía algo desorientado. De pie junto a él estaba su madre, vestida igual que aquella última tarde. «Pero ¡qué buen chico es mi niño!» le dijo con un tono profundamente maternal. Nahum sonrió confiado. La certeza de que su madre nunca más se iría de su lado le ayudó a tranquilizarse, y se durmió sintiéndose de nuevo en casa.