Amanecí con frío, en pleno verano. Pensé que tenía fiebre. Sin embargo, al poner el termómetro bajo una de las axilas, comprendí que no. Intuí que el asunto no era grave, pero al transcurrir un par de horas, tuve que buscar en el armario, con desesperada urgencia, mi abrigo invernal. Al parecer, me estaba helando. Los minutos de ese día, transcurrieron con mucho letargo. Evidentemente que el frío inmenso, que surgía de las paredes de la casas, helaba hasta a las horas. Quise tomar algo caliente, pero noté que las arterias, más heladas que antes, se resistían a moverse. A puras bregas, prendí el calefactor. Nada, en lo absoluto, podía reducir el frío de la habitación. Dentro de poco tiempo, ya nevaba por todos lados. Tiritando de frío, caí sobre una coqueta y la foto de familia rodó por el suelo. La tomé como pude. Entonces comprendí que me hallaba completamente solo. Miré la foto por unos instantes y, en vez de lágrimas, cayeron sobre ella varios copos de hielo.