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A los amigos los puedes elegir, a los familiares no.
Esa frase tomó consistencia en la mente de Félix Serrano el día en el que falleció su último abuelo.
En sus treinta años de vida ya había sufrido el zarpazo de estas luctuosas situaciones; ya era algo conocido el llorar finados cercanos. Su padre abandonó la vida hacía ya una década. Falleció en un trágico accidente de tráfico en el que hubo varios interfectos. Su padre conducía borracho un camión de gran tonelaje y arrolló a una monovolumen que transportaba a un matrimonio y a sus cinco hijos, camino posiblemente de algún destino veraniego. Todos murieron.
Un año después, su hermano murió presa de una sobredosis de éxtasis. Feneció en el suelo de una mugrienta discoteca. El día que lo velaron, aún lucía en la cara las magulladuras de varios pisotones.
Todos sus abuelos fueron muriendo en los años siguientes. Caían como moscas; tíos, primos, hermanos… un familiar tras otro moría cada año fatídico desde el primero, hasta completar el décimo su abuelo Eugenio. El anciano, apunto de cumplir los noventa; fue víctima de un accidente casero, facilitado quizás por la desidia que le suponía vivir sin compañía. Resbaló bajando las escaleras que daban a la alacena de la rústica casa familiar, cayendo los diecinueve escalones de madera, fracturándose varias costillas y un omóplato, que le causó la muerte cuando una astilla ósea le perforó el pulmón derecho. Dicen que los berridos de dolor fueron escuchados por todo el pueblo durante varios minutos. Cuando el primer vecino llegó, Eugenio Serrano empezaba a criar malvas.
El pequeño tanatorio abulense parecía haberse convertido en una taberna de pueblo. Un grupo de familiares conversaba alegremente frente al cristal que separaba el ataúd con el cuerpo en completo rigor mortis. Otros pequeños grupúsculos estaban esparcidos en esa sala alicatada con el mismo granito pulido que aquella funeraria utilizaba en las lápidas de sus clientes.
Nadie lloraba. Pareciere que todos esperaban con ansia el momento de enterrar a aquel vejestorio y empezar a discutir la distribución de la jugosa herencia.
Cuando Félix presentaba sus respetos a su abuelo, expuesto en aquella mortaja blanquecina, un griterío provino de la calle.
- ¡¡¡Hijos de puta!!!
El insulto se reverberó en las graníticas paredes, abofeteando con su sonoridad a todos los presentes que, oprobiados, salieron a la puerta exterior.
Sorprendiose Félix, como todos; al descubrir que aquel improperio fue lanzado por una anciana con no menos de noventa años.
-¡¡¡Hijos de la gran puta, me cago en vuestros muertos y en vosotros cuando reventéis!!!- profirió la nonagenaria, amenazando a los más cercanos con un báculo de roble y con una cruz como filacteria.
-Oiga, ¿Qué coño la pasa?- preguntó uno de los presentes, sobrino del occiso.
-¡¡¡Hijo de Satanás!!! ¿Crees que puedo olvidar que ese cabrón mató a mi marido por un puñado de perras?- gritó mientras su dentadura se las veía canutas para mantenerse en su sitio
-Era su trabajo. Váyase de aquí antes de que pueda lamentarlo, maldita bruja.- exclamó otro de los familiares, alzando el puño y realizando una maniobra ignominiosa con éste.
La anciana volvió a la carga con su afilada lengua. La gente retornó a la sala del tanatorio poco a poco, mientras un par de valientes seguían enfrentándose a la extraña mujer. Finalmente, ésta se alejó y se perdió entre las calles empedradas
.
Félix pensaba intrigado. ¿Cómo que era su trabajo?
-Tía Carmen. ¿Qué es eso de que era su trabajo? ¿Quien era esa mujer?
-¿No lo sabías? Tu abuelo fue verdugo.- dijo la tía Carmen, con su mirada soslayada y arrogante de siempre
-¿Qué?
-Estuvo en el cuerpo de verdugos durante veinte años. Y esa era la mujer del primer ajusticiado por tu abuelo, que también era del pueblo
Un bofetón sentimental le azotó como una patada en los huevos.
Su abuelo, verdugo en tiempos de Franco.
-¿Qué hacía exactamente el abuelo?- preguntó mientras miraba de reojo la sonrisa que exhibía el cadáver en la caja.
- Para que lo entiendas, era el que giraba la manivela en el garrote vil- explicó tranquilamente la pariente.
-Es suficiente, gracias- finalizó Félix intentando no ser descortés.
.
Una nausea casi le hizo vomitar cuando volvió la vista al cuerpo de su predecesor paterno.
Un torrente de recuerdos gratos era evaporado por el fuego que le provocaba pensar en la crueldad del garrote vil; y en la figura risueña de su abuelo, activando el mezquino instrumento.
Aquella silla fue utilizada en España para ajusticiar a los condenados a muerte. Aquel collar, aquel tornillo con cabeza abultada que destrozaba vértebras produciendo un sonido característico y macabro, era activado por su abuelo.
¿Cuánta gente habría matado por un puñado de perras, como decía aquella anciana gruñona? Imaginaba sin temor a equivocarse que no fueron pocos.
Siguió contemplando el cadáver, con cierto asco y repudia; pero con todos los matices que le ofrecían sus recuerdos infantiles. Se detuvo en aquella sonrisa que mostraba su extinto familiar.
De repente, algo le aterró.
El terror fue tal que unas gotas de orín fluyeron sin control, sin llegar a marcar los pantalones.
Cuando varios segundos después comprendió lo que acababa de presenciar, dictaminó que debería tomar el fresco un rato. Una vez fuera, mientras encendía un cigarro con las manos temblorosas, intentó dar respuesta a lo que acababa de suceder.
Trataba de ponderar si lo acaecido era producto de su enajenada imaginación, o si por el contrario, era tan real como los exabruptos de aquella curiosa anciana.
Su abuelo amortajado le había guiñado un ojo. El punto vidrioso que se escondía tras el párpado muerto le observó durante varios segundos; aunque para él fueron años.
Caminó calle arriba, con intención de entrar en uno de los pocos bares del pueblucho y tomarse un buen pelotazo.
Intentó prometerse a sí mismo que lo ocurrido no era más que el resultado del cansancio y estrés, provocado en gran medida por el largo viaje en coche desde Barcelona.
Cuando empujó la puerta del Bar Marianín, un rugido mecánico le detuvo en seco, apartando con las manos la cortinilla de plástico que impedía la entrada a las moscas.
El sonido venía calle abajo, acrecentándose cada segundo que pasaba. Un instante después, divisó un tractor a toda máquina con dirección al tanatorio.
La sorpresa se tornó en temor cuando vio que la conductora era aquella vieja malhablada.
El tractor iba ensamblado a una pequeña cisterna, que por su aspecto delataba que se trataba de gasóleo industrial. Y los reflejos del sol también delataban que el líquido del interior brotaba por decenas de agujeros.
Félix se echó las manos a la cabeza.
El tractor penetró en el tanatorio, rompiendo la vidriera exterior como un niño rompe un trozo de papel higiénico.
Los alaridos se escucharon durante pocos segundos. Dieron paso a un torrente de explosiones, para finalizar sucumbiendo a la oscuridad más absoluta que Félix experimentó en su vida.
Cuando la negrura desapareció, un blanco infinito le rodeó en derredor.
Tras andar desorientado unos minutos en aquella espesa neblina, tropezó con un objeto de madera.
Palpando descubrió que era una silla, y se sentó, pues estaba muy cansado.
Casi por instinto, apoyó la cabeza en el respaldo. Un chasquido metálico le colocó un collar en el cuello.
No se podía mover.
Un siseo de engranajes le hizo voltear la cabeza sin dificultad. Y allí descubrió a su abuelo, que giraba una manivela. Mostraba un par de ojos vidriosos y una sonrisa tenebrosa.
Cerró los ojos y gritó.
Cuando los volvió a abrir, el blanco le cegó. Pero esta vez fue el color reflejado por la viveza de los fluorescentes de aquel hospital madrileño.
Una máquina cercana a la cama comenzó a pitar, lo que precedió a una inundación de médicos, periodistas y curiosos que en ese momento rondaban las cercanías de la UCI.
- ¿Cómo se encuentra?- le preguntó un tipo con una bata verde.
-Confuso- pudo contestar Félix- ¿Qué ha pasado?
-Ha sobrevivido a la matanza del tractor. Una mujer hizo estallar media tonelada de gasoil y de amonal rudimentario fabricado con fertilizantes…
Pero Félix dejo de escuchar. Giró la cabeza hacia el compartimento continuo, oculto con biombo azul. Un crujido metálico era lo que le llamaba la atención. Un susurro pidiendo ayuda fue lo que le hizo reaccionar.
Félix se levantó de la cama con facilidad, bañado por cientos de flashes de fotógrafos.
Sólo él parecía oír aquellas demandas de auxilio y aquel traqueteo mecánico que le resultaba tan familiar.
Los presentes le seguían con la vista. Félix apartó el biombo y gritó.
Donde los demás no veían más que un pequeño espacio diáfano, él encontraba una silla de garrote vil con un cadáver, con el cuello empapado en sangre. El cadáver era él, y el verdugo de ojos rubicundos y vidriosos era su abuelo.
Los anonadados espectadores no comprendían los gritos de terror.
Tampoco comprendieron que Félix intentara defenderse de su abuelo con un afilado bisturí que agarró de la mesita metálica. Cuando intentó ensartar al verdugo, la imagen desapareció y la sala volvió a quedar diáfana. Detrás suya, oía murmullos. Se dio la vuelta.
Aterrado, comprobó que docenas de ojos vidriosos le observaban.
Furibundo, atacó con objeto de defenderse.
Su brazo se agitaba frenéticamente. El bisturí salpicaba las paredes de sangre, trozos de músculo y fluidos oculares. Prosiguió hasta que un periodista le redujo golpeándole en la cabeza con un extintor.
Cuando despertó, una bata blanca era su única compañía en la angosta y acolchada habitación del centro psiquiátrico penitenciario.
Sin comprender muy bien donde estaba, se incorporó y se acercó a la puerta. Se asomó por la ventanilla enrejada. Un grupo de personas parecía mostrar atención al interior de otras estancias con ventanilla en un interminable pasillo
Félix golpeó la puerta.
Las personas del exterior se dieron la vuelta y se acercaron; y entonces observó en ellos aquellos ojos vidriosos que tanto le asustaban. Gritó mientras se acercaban a él.
Vencido por el miedo, Félix chilló e introdujo con fuerza sobrehumana los pulgares en sus cuencas oculares. La sangre manaba por sus mejillas y lo último que escuchó antes de morir desangrado fue la cerradura electrónica de la puerta moviendo los goznes para abrirla.
Ese sonido tan “familiar”.
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