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Noche

No soy, en absoluto, aficionado a las bibliotecas. Hay algo que me incomoda profundamente en la idea de que cientos, quizá miles de personas han leído antes que yo ese libro en concreto, que lo han manoseado, posado en él sus ojos y marcado sus páginas y que, probablemente, miles de personas lo harán después de que yo devuelva el libro a su anaquel. Sin embargo, una revista me había encargado un artículo sobre Joyce y necesitaba consultar bibliografía de la que no disponía. El remedio obvio era, pues, acudir a una biblioteca.

Me hice socio el mismo día que entré. Era una de esas tardes de finales de abril en las que la lluvia alternaba con el sol sin que ninguno de los dos pareciera muy decidido a triunfar sobre el otro. A pocos pasos de la entrada, y tras una mesa alta y maciza, sin apenas adornos, se sentaba un hombre mayor, de rostro inexpresivo y ojos inmóviles que volvió el rostro hacia mí al oírme entrar. Le mostré mi tarjeta de lector y él, sin mirarla, la cogió entre sus dedos arrugados. Me la devolvió casi enseguida y me preguntó, con una voz cansada pero segura, si podía ayudarme en algo.

-Busco bibliografía sobre James Joyce -dije.

El inicio de una sonrisa pareció a punto de asomar a su boca, pero murió a mitad del gesto.

-Sección 5. Cuarta estantería. En los anaqueles de la izquierda.

Asentí con un gesto y le di las buenas tardes. Él me las devolvió sin que sus ojos se hubieran movido un milímetro durante lo que había durado nuestra conversación. No pude evitar la curiosidad y le miré con más atención. Él no pareció consciente de mi examen. Sintiéndome estúpido alcé la mano a la altura de sus ojos y la moví de un lado a otro.

-Soy ciego -me dijo.

No supe qué contestar y me fui de allí. Encontré los estudios acerca de Joyce donde él me había dicho que estarían y pasé el resto de la tarde intentando descifrarlos, sin volver a pensar más en el bibliotecario ciego. Cuando hube recopilado todos los datos que necesitaba (es decir, cuando me hube hecho con un montón de citas, en su mayoría contradictorias, ambiguas o simplemente estúpidas, pero respaldadas por nombres lo suficientemente importantes como para hacerlas pasar por geniales) me fui de la biblioteca. No pensaba volver.

Sin embargo, lo hice. Me dije a mí mismo que para consultar volúmenes que me interesaban lo suficiente como para leerlos pero no tanto como para gastar mi dinero en ellos. La excusa, pues eso era, sirvió para tranquilizarme y hacer que no pensara en el verdadero motivo por el que había vuelto.

Sin embargo, el ciego ya no estaba en recepción. En su lugar había una mujer de unos cuarenta años, de rostro agradable y modales tranquilos que miró mi tarjeta de lector unos segundos y me la devolvió con una sonrisa.

-Perdone -le dije-. ¿El otro bibliotecario no trabaja hoy?

Me dijo que ella era la única bibliotecaria. Quizá me refiriera al señor Gósber que a veces la sustituía.

-No sé su nombre. Es un caballero mayor, ciego.

Sí, era el señor Luis Gósber, sin duda. No trabajaba para la biblioteca. De hecho, era un lector más pero a veces, y de forma muy amable, la sustituía a ella si no podía hacerse cargo de la recepción. Si estaba interesado en hablar con él le encontraría probablemente en la sección de literatura inglesa.

Le di las gracias a la bibliotecaria y me fui de allí, preguntándome qué podía leer un ciego en una biblioteca en la que, si la memoria no me fallaba, no había sección de braille. Negándome a mí mismo el verdadero motivo de mi estancia allí, me acerqué a la sección de literatura latinoamericana y, tras coger un volumen que contenía varios artículos periodísticos de García Márquez, me senté.

Al cabo de un tiempo noté que alguien se encontraba a mis espaldas. Me volví. Era el tal Gósber. Estaba de pie, apoyado en un bastón tan austero como el resto de su persona. Sus ojos, sin el menor indicio de ceguera, estaban clavados frente a él, aparentemente mirando hacia las ventanas.

-Perdone -me dijo al notar como me volvía-. No quería molestarle.

-No lo ha hecho -respondí-. En realidad no hacía nada importante.

-Mi persona le produce curiosidad, ¿no es cierto?

-Me temo que así es.

No respondió. Sonrió, con una sonrisa lenta y extraña a causa de sus ojos vacíos de expresión. Dio media vuelta y se fue.

Durante los meses siguientes volví varias veces a la biblioteca. Gósber estaba siempre allí. Algunas veces tras la mesa de recepción. Otras paseando por entre las estanterías como un minotauro ciego, satisfecho en su laberinto. Él siempre me reconocía antes de que yo hubiera dicho una sola palabra. Alguna vez se sentó a mi lado y discutió conmigo acerca del libro que estaba leyendo. Sus opiniones, peculiares y al mismo tiempo persuasivas, las mantenía con una voz pausada y triste que estaba siempre al borde de la monotonía y a mí me fascinaba. Nunca le pregunté qué hacía un ciego como él en una biblioteca. Di por supuesto que, antes de perder la vista, había sido un lector asiduo y que ahora, quizá por pura nostalgia, gustaba de pasarse las horas paseando junto a los volúmenes que había amado alguna vez.

Una tarde se acercó a mí, tomó asiento sin decir palabra, según era su costumbre y, sin previo aviso como hacía siempre, empezó a hablar:

-Señor Martínez, sé que mi persona le intriga, y quizá debería dejar que le siguiera intrigando, pues no cabe duda que los misterios, una vez desvelados, pierden todo su atractivo. Sin embargo, a veces necesito hablar con alguien, y usted parece la persona adecuada.

Hice un gesto de asentimiento con la cabeza, inconsciente de que él no podía verme.

-Nací en lo que ustedes llamarían el año 925 antes de Cristo. El año 900 perdí la vista y comencé La Iliada. Emprendí después la tarea ardua y quizá inútil de componer La Odisea. No llegué a terminarla y uno de mis discípulos le dio fin, con más entusiasmo que fortuna. Desaparecí del mundo en el año 850 antes de Cristo. Durante siglos viví ciego e ignorado en la ciudad de los inmortales, hasta que un tribuno de Diocleciano me encontró allí y me sacó de mi retiro y mi ceguera para volver a transitar por el mundo como un mortal más. A veces recuerdo haber muerto en la hoguera bajo el nombre de Juan de Panonia, otras como un mago de la pirámide de Qaholom en la infame prisión en la que los españoles nos encerraron tras destruir nuestro imperio. En una ocasión intenté soñar un hombre y me desperté con la sensación terrible de que alguien me soñaba. Recuerdo también una mano anónima que, en la décima noche de la luna de muharram, atravesó mi cuerpo con un cuchillo en las calles de Bombay. Sé, sin embargo, que todas esas muertes no son sino artificios. Hay ocasiones en que mi memoria me habla de una esquina rosada, de un laberinto, un jardín cuyos senderos se bifurcaban, o una biblioteca finita y, sin embargo, ilimitada. Por último, recuerdo haber nacido en Argentina en 1899 y haber escrito cuentos que contaban, y los falseaban sin la menor duda o asomo de remordimientos, mis recuerdos. Incluso llegué a perpetrar una biografía de mí mismo por la época en la que escribí La Iliada y me atreví a calificarme a mí mismo con el título pomposo de Hacedor. A medida que envejecía fui perdiendo la vista y me he convertido de nuevo en un hijo de la noche, envuelto en tinieblas eternas que, sin embargo, no han podido hacerme olvidar la luz de los jardines de Córdoba que contemplé bajo el nombre de Averroes. Creo haber muerto no hace muchos años, pero supongo que eso, como tantas otras cosas en mi vida, es también un artificio. Buenas tardes.

Y con estas palabras, Borges dio por terminada su historia. Se levantó, dio media vuelta y lo vi desaparecer tras una estantería de la biblioteca. Yo quedé allí, inmóvil, incapaz de la menor reacción hasta que el sol dejó de intentar entrar en el edificio y la bibliotecaria me anunció que iban a cerrar.

No he vuelto a la biblioteca.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
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1 comentarios. Página 1 de 1
juan domingo garcha
invitado-juan domingo garcha 08-05-2004 00:00:00

deja de escribir, lo haces demasiado mal gracias la humanidad

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