Para conmemorar Noche de Brujas, la profesora de literatura encargó a sus alumnos escribir un cuento de terror cada uno. La propuesta fue recibida con un entusiasmo inusual, y en pocos días todo el mundo en el salón de clases hablaba de duendes, fantasmas, apariciones y seres de ultratumba de todo tipo. Cuando llegó el día de la lectura de los cuentos, la expectación era grande y hasta se habían colado alumnos de otros cursos para escuchar los relatos. La profesora, por riguroso orden alfabético, comenzó a llamar a los chicos.
-Álvarez.
Cada alumno nombrado debía pasar al frente y leer su cuento. Álvarez se paró y leyó el suyo. Era una versión claramente plagiada de ‘Cementerio de animales”, de Stephen King, pero los chicos igual aplaudieron y Álvarez regresó a su asiento con una sonrisa de oreja a oreja. Fue el turno de una chica algo tímida que solía escaparse de las clases para fumar en el baño. Su cuento trataba de la clásica batalla entre vampiros y hombres lobos, y aunque la narración era confusa y algo lenta, los demás alumnos festejaron la muerte final del hombre lobo y silbaron entusiasmados. Pasó Bielsa y Cáceres, ambos con relatos sobre asesinos en serie. Y luego fue el turno de Crescini.
En ese momento, cuando la profesora nombró al chico, se hizo un respetuoso silencio en el salón. Crescini era un chico taciturno y de escaso hablar, que desde la trágica muerte de sus padres, ocurrida el año anterior, vestía ropa negra y hasta se decía que dormía en el cementerio del pueblo, sobre las lápidas de sus progenitores. Todos los chicos evitaban su presencia, aunque lo respetaban por la cruz que le había tocado cargar. Crescini se levantó de su asiento y caminó hacia el pizarrón. Los alumnos a sus espaldas cuchicheaban, e incluso la maestra parecía interesada en lo que vendría a continuación. El chico, que por algún motivo llevaba la mochila colgada de sus hombros, como si pensara marcharse, se puso frente a la clase y alzó la hoja impresa que contenía su cuento. Carraspeó. Todo el mundo en el aula parecía haber dejado de respirar.
-Escribí un cuento de terror- dijo el chico, con voz apenas audible-. Se llama “Los fantasmas de mis padres”.
-Oh, Dios- dijo una voz perpleja (y claramente regocijada) en el fondo del aula.
-Y dice así- continuó el chico, sin prestar atención-. “Mis padres murieron el año pasado, en un horroroso incendio. Los bomberos no pudieron hacer nada y la casa, con mis padres dentro, ardió hasta los cimientos. Fui a vivir a la casa de mi tía Jacinta. La primera noche no la pasé bien, apenas pude dormir. La segunda fue un poco más tranquila, pero a eso de las dos de la madrugada me desperté y cuando miré hacia un rincón de mi habitación, mis padres estaban ahí, observándome. Sólo que tenían los rostros ennegrecidos por el fuego, y colgajos de piel caían como cera derretida de sus brazos aún incendiados”.
-Oh, Dios- repitió la regocijada voz del fondo.
-Daniel, yo creo que...- comenzó la maestra, pero calló al percibir la amenazante mirada del chico. Crescini continuó con su relato.
“El olor a carne quemada era horrible, pero fue peor lo que me dijeron. Me preguntaban cosas. Me preguntaban, una y otra vez, por qué. Por qué lo hiciste, Daniel. Y yo no tenía una respuesta para ellos. Durante un año entero se me aparecieron y me preguntaron por qué, por qué. Yo no podía dormir y mis notas desmejoraron, y ellos en ningún momento pararon de hacerme esas preguntas que me volvían loco: por qué, por qué- el chico alzó la mirada. La clase entera lo observaba con los ojos abiertos de par en par. Un escalofrío recorría la espalda de cada uno de los alumnos, como un trozo de hielo deslizándose por debajo de sus remeras. Daniel Crescini, con expresión satisfecha, regresó a su cuento:- “Por suerte, la semana pasada dejaron de preguntarme eso. Cambiaron sus preguntas por una súplica: no lo hagas, no lo vuelvas a hacer. Pero yo sé que no puedo, porque es más fuerte que yo. Así que aquí estoy. Mientras los primeros alumnos leían sus cuentos, yo me acerqué a la puerta y eché cerradura con la llave que robé del despacho del director. Mi mochila tiene un bidón con nafta, y el aula arderá enseguida. Sólo queda encender el fósforo. FIN”.
Antes de que alguien atinara a reaccionar, el chico sacó el bidón de su mochila y esparció el contenido sobre las paredes. Y luego lanzó una risotada demencial y con un fósforo encendió la hoja que contenía el cuento, mientras el pánico y las llamas se desataban a su alrededor.