Había tenido más de setenta mujeres, pero ninguna como ella.

No fue la más hermosa pero si la más buscada.

El cataclismo del enamoramiento le había llegado precisamente a él cuando la vio junto a un portal entretejiéndose la trenza en un tiempo en el que una pandemia de orquídeas asolaba la región donde ella era princesa de un pueblo de la costa.

No podía darse el lujo de quererla. Porque era el sentimiento de los débiles y de los olvidados. Antes, él la había visto varias veces sin mirarla. De hecho él pensaba que ella no valía las catorce ovejas en las que su padre tazaba su posible matrimonio.

Cuando al fin se decidió a pagarlas dijo el padre:

-El perro va de regalo.

- Luego la buscaron entre los fardos del ixtle; escondida en los gallineros, en el embudo que atrapaba la lluvia; orquetada en las selvas de higueras, tras las parras de uvas agrias en las orillas del terreno pero no dieron con ella.

-Mala vaina- dijo el pretendiente.
-Las borregas no se regresan- Dijo el suegro.

Entonces decidió encontrarla para que su nombre no anduviera circulando en las vendimias del pescado; para que no se burlaran de él en las tabernas del malecón, para que no le pusieran colgando el atado de cuernos en la aldaba de su casa.

Cuando preguntó por ella le dijeron lo mismo que barría la tienda de un hombre poderoso en Tierra Adentro o que tocaba la flauta en el sopor de las tardes de los pasajeros del ferry.

Que se había vuelto hermosa como nadie, que andaba en una carpa itinerante adivinando la suerte y que guisaba langostas en las fondas del río Usumacinta.

Todos supieron informarle por el temor que infundían las preguntas de un hombre hecho en amarres de tormenta, acostumbrado a salirse con la suya.

-Nunca vayas a decirle que la quieres- Le dijo la matrona del pueblo mientras le acariciaba las cicatrices en el cuello. –Te volverás desperdicio y entonces ella también se burlará de ti como ahora lo hacen todos.

Tomó su bastimento y fue a buscarla tierradentro. Atrás se fue quedando el océano y la gente que le despidió en las orillas del pueblo.

Recorriendo todos los caminos, él vio miles de mujeres, hasta que un día dio con ella.

Afiló el cuchillo de destazar mantarrayas en el muro de piedra de una estancia ganadera donde se encontraba como dueña y señora de un jardín de bromelias, creyéndose más allá de los murmullos sordos del puerto donde le decían que se cuidara del hombre malo que la había escogido para calentar sus noches y aligerar su navegar entre el miedo de la gente que se volvió miradas de complicidad cuando pasaba.

Con toda la ira de la tierra, la esperó paciente junto a la tumba de un vaquero, a la que acudía a rezar los martes a las doce.

Sintiéndose más vivo que nunca entre tanto muerto, apretó con fuerza su cuchillo en la mano izquierda y cuando la sintió llegar salió de su escondite y se abalanzó sobre ella, la tomó del cabello y ante la mirada suplicante le cortó la trenza.

-¿Porqué me dañas?- dijo ella.

Entonces él se reflejó en sus ojos de aguamarina y con una piedad infinita quiso perdonarla. Se derrumbaron todas las mujeres de su vida y algo se le fue viniendo más fuerte que toda su venganza.

-Te quiero- dijo él.

Nunca se lo hubiera dicho. Porque entonces el cielo estalló, se le empezó a ir la tierra de su pies y cuando sin querer volvió a decir –Te quiero- se encontró cayendo y miró a lo lejos las cruces, la mujer, el mundo y luego los planetas mientras caía al vacío en la inmensa pavorosidad del universo aferrado desesperadamente de la trenza.