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Nunca estaras solo

~Yo tendría unos 10 años por aquel entonces. Solía pasar el mes de julio en el pueblo mientras mis padres se quedaban trabajando en la ciudad; cosas ambas, por cierto, que me encantaban. Pero, aquella tarde se me estaba haciendo eterna. No había podido salir a la calle porque no paraba de llover y mis amigos, por un motivo o por otro, no habían dado señales de vida.
Mi abuelo volvía de darse su habitual paseo por la mies, embarcado en un destartalado paraguas que, a pesar de su aspecto, no sólo hacía las veces de para-lluvias, sino también de para-soles, para-vientos y, en definitiva, de burbuja climática aislante útil para todo el año. Lo sacudió, lo metió en el paragüero y me miró esbozando la sonrisa y el guiño que siempre me tenía guardados.
- ¿Qué pasa, chavalote, no hay un abrazo para este guerrero que llega exhausto de batallar contra los elementos?
Corrí hacia él y le di un beso en la mejilla. Bueno, tal vez fuera más a un picotazo, como decía mi abuela cuando los besos no hacían ventosa en el "papo".
- Me aburro, abuelo.
- Pues ve la tele. Me sugirió.
- Ahora no echan nada.
- ¿Ya has jugado a todos los juegos esos que tienes?
Le miré con cara de hastío y resoplé, mientras levantaba las cejas con desánimo.
- ¿A todos los de la play también? Exclamó, más que preguntó, poniendo los ojos como platos.
- Es que no tengo juegos nuevos y los viejos ya no molan.
- Escucha música. Sugirió volviendo a demostrarme que era poseedor de una paciencia casi infinita. Y digo casi, porque alguna vez conseguían sacarlo de sus casillas y entonces tronaba como una galerna del Cantábrico (casi siempre con razón). Aunque jamás lo vi enfadado conmigo.
- Pues lee, hay un montón de libros en el salón y en el ático.
- ¿Leer? Vaya rollo. Protesté. Bastante tengo con los tochos que me mandan en el cole.
- ¿No te gusta ningún libro?
- No sé, pero es que a las dos primeras páginas ya me distraigo y no consigo enterarme de la historia. No, yo creo que son todos un peñazo.
- Eso es como decir que no te gusta la música, porque no te han gustado algunas canciones; o que no te gusta el cine porque no te han gustado algunas películas o que no te gusta la comida porque...
- Para, para, para, que ya lo he pillado. Venga, les daremos otra oportunidad, pero igual es la última, te lo advierto.
Sonrió, como si hubiese obtenido una gran victoria y subimos juntos al ático. Entre los libros sus ojos tenían una luz especial. No diré que babeaba, porque no es cierto, pero sí lo es que las comisuras de sus labios brillaban de una forma excesiva.
Miró durante una rato de aquí para allá, acariciándose firmemente la barbilla, mientras asentía repetidamente con la cabeza.
- Los de aventuras. Allí están. Ven, esos te van a gustar seguro.
Lo seguí con escepticismo (entonces no sabía el significado de esta palabra, así que en realidad lo seguí con poco interés). Dudó un rato y me entregó una vieja novela de tapas duras color beige, muy desgastadas y descosidas por el lomo.
- Me apuesto la barba y el turbante a que este te va a encantar.
- Tu no tienes barba ni turbante.
- Por eso. Como no lo veo muy claro me juego los de Sandokán. El individuo ese que tienes ahí. Como es tan valiente no le importará.
El libro tenía dibujos y diálogos que iban contando la historia a la vez que el texto escrito. No tenía mala pinta. Así que me senté y comencé a leer el primer capítulo mientras mi abuelo, satisfecho y más orgulloso de su nieto que nunca, abandonaba discretamente la habitación para no despertar a la fierecilla domada. No obstante, no pudo evitar volverse y hacer un último comentario en voz muy baja.
- Te dejo en buena compañía. Recuerda, con un libro nunca estarás solo.
Recuerdo que me estaba gustando mucho. Recuerdo que alguien me llamó. Recuerdo que no acabé de leer aquella historia.
******
Tres años después mi abuelo murió. Estábamos a mediados de diciembre. Acabábamos de terminar de cenar cuando sonó el teléfono. Eran mis tíos. Mi abuelo, testarudo como él solo, había salido a dar su inexcusable paseo a pesar del temporal, armado únicamente con su famoso paraguas. Como tardaba más de lo habitual habían salido a buscarlo. No fue difícil encontrarlo, empapado, sentado en el banco en el que solía descansar a medio camino. Un ataque al corazón.
Mis padres salieron inmediatamente hacia el pueblo. Decidieron que era mejor que me quedase en casa hasta el día siguiente y que fuese después allí en el autobús.
A pesar de lo que me temía me dormí enseguida, aunque fue una noche de pesadillas y sudores, con el abuelo poblando mis sueños.
A la mañana siguiente tomé el primer autobús que pude. Cuando llegué era aún muy temprano. Llamé a mis padres para que vinieran a buscarme, pero me dijeron que estaban muy ocupados y que no podrían recogerme hasta algunas horas después. Tenía que tomar un taxi o esperar. No sé por qué decidí hacer lo segundo.
Estaba como en una nube de vapor que me adormecía, en un duermevela que me recordaba las siestas veraniegas junto al río, semidespierto, en la cara los rayos del sol que esquivaban a las hojas del árbol. Pero ahora con una amargura seca en el estómago y un palpitar sordo en las sienes. No sabía qué hacer, ni a dónde mirar. Me sentía observado por cada transeúnte que cruzaba de paso a las dársenas. Me sentía, por primera vez en mi vida, irremediablemente solo.
Al reloj parecían pesarle las agujas y se regodeaba viéndome paladear mi tristeza minuto a minuto. En una ocasión en que la estación quedó vacía, me levanté a dar un pequeño paseo y mirar a través de las ventanas. Descubrí entonces, sobre uno de los asientos más alejados, un pequeño bulto. Era un libro. Estaba prácticamente nuevo. Probablemente alguien lo había comprado en el quiosco para matar las horas mientras aguardaba al autobús y luego lo había abandonado allí. El autor me sonaba algo de la tele, el título no: José Luis Sampedro, "La sonrisa etrusca". Casualidades de la vida, hablaba de un abuelo y un nieto recién nacido al que adoraba. No tenía nada mejor que hacer..., así que comencé a leerlo.
O el reloj estaba riéndose de mí de nuevo o el tiempo había volado sin que me diera cuenta. Cuando mis padres entraban a la estación yo cerraba la última página. Me abrazaron.
- Sentimos haberte dejado aquí solo tanto tiempo, cariño, pero estas cosas son así. ¿Cómo estás?
Me encogí de hombros y traté de no dejar escapar ni una lágrima siquiera. Mal, mamá, muy mal -pensé,- pero no he estado solo. Apreté el libro con más fuerza y recordé el brillo de los ojos del abuelo mirándome en su biblioteca: "...con un libro nunca estarás solo".

 

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