"Y el invierno se hizo sumamente frío; el patito se veía obligado a nadar para impedir que el agua se volviese hielo; pero cada noche el hueco en que nadaba se iba haciendo más y más pequeño; terminó por helarse, por lo que se oía crujir la capa de hielo; el patito tenía que mover constantemente las piernas para que el agua no se congelase; al final estaba tan fatigado que se tendió completamente inmóvil y yerto sobre el hielo"
H.C.A. "El Patito Feo"
Escuchad atentos, niños y niñas, porque os voy a contar una historia especial de alguien que fue muy, muy especial. Todo sucedió hace muchísimo tiempo, justo antes de que el mar fuese verde, pues hasta entonces tan sólo era transparente...
"Nació un niño en la tierra. Sus padres al principio se asustaron mucho porque su hijo era un tullido, sus piernas y brazos se arrugaban como raíces, y su tronco estaba tan desfigurado y era tan asimétrico que apenó sus corazones. Muchas lágrimas derramaron los primeros días, pero sin embargo no todo era horrible en aquel niño, pues poseía unos ojos enormes y verdes tan bonitos que parecían los de un príncipe, y al poco de mirarlos ya no se podía apartar la vista de ellos olvidándose el resto de su deformidad. Sus padres enseguida supieron que aquel niño estaba tocado por los ángeles, y así le pareció también al resto de la aldea, pues era tan pequeño y tan tierno y tenía aquellos ojos tan profundos que era el amor de todos los que lo miraban.
Así, el niño creció como el más feliz de todos haciendo dudar incluso a los demás de su deformidad, pues su corazón era un inmenso prado puro y virgen. Cuando tan sólo tenía unos pocos años conoció en su primer día de colegio a la niña más hermosa que él pudiera entender. Su pelo rojo se ondulaba alborotado hasta casi tapar aquella dulce cara, y así fue que intentando descifrar aquel secreto que se ocultaba bajo aquella maraña de pelo, supo que ya la iba a querer para siempre, y sus bolitas de jade brillaron y el corazón le dio un vuelco. Ella vio que aquél niño la miraba insistentemente y le preguntó porqué la miraba, y él, de pura vergüenza, se fue corriendo a espasmos valle abajo, hasta el mar. Le gustaba mucho ir al mar y ver revolotear las gaviotas. En aquella época el mar era transparente y se podían ver los peces por muy al fondo que nadasen, y todos los días cuando acababan las clases se iba hacia allí embobado por el recuerdo de la niña, que se había convertido poco a poco en su mejor amiga. ¡Oh, qué feliz era cuando estaban juntos! Pero no todo fue bien en la escuela, porque los demás niños solían burlarse de él, de su cuerpo grotesco, y en los recreos solían tirarle migas de pan mojadas de los bocadillos que llevaban para almorzar. Ninguno de aquellos niños quería ser su amigo, y así fue un día que la niña del pelo rojo los espantó a todos cuando lo tenían acorralado y se hizo su amiga; sí, aquella fue la segunda vez que la vio. Desde entonces siempre iban juntos y él le contaba su pena de que nadie quisiera ser amigo suyo y de que le trataran de aquel modo tan rudo, y entonces ella le acariciaba la cabeza despeinándole la maraña de pelo y le hacía olvidar su desgracia, y entonces su corazón latía de nuevo libre de pesadumbre y sus ojos de jade sonreían, y cuando esto sucedía él era el niño más feliz del mundo.
El ser diferente era algo en lo que a veces pensaba cuando sus padres le acostaban en las frías noches de invierno y se acurrucaba en su cálido edredón de plumas mirando a través de la ventana el paisaje nevado, pero en la niñez la pureza del alma no le dejaba ver las sombras que tendrían que venir después, y así, feliz, se olvidaba de su tara y se quedaba dormido ronroneando mientras creía ver pequeños duendes que lo saludaban desde la ventana despidiéndole e la vigilia para saludarle de nuevo en el mundo de los sueños, donde era exactamente igual que todos los demás niños, porque los duendes del norte, que vienen de países nevados, son los más buenos que hay en el mundo y logicamente ayudan a los que son muy buenos niños en la tierra; en especial ofrecen su magia y fantasía a los que son más desgraciados, y allí, en los sueños, corrían felices a través de bosques de colores y hablaban con sabios, y nunca se acababan los juguetes para jugar, y sus preferidos eran un reluciente osito de peluche y un trenecito con un pequeño maquinista de madera en su interior, y también corría con los duendes hasta que llegaban a un mar, pero no era un mar como el que había visto en la aldea, transparente, sino que era un mar encantadoramente verde, tan intenso y profundo que uno de inmediato se quería perder en él, y nuestro niño, entristecido por tanta belleza preguntaba a los duendes porqué el mar que había cuando despertaba no era así. "Un día tú harás que el mar de todo el mundo sea así. De esta manera lo han querido los corales marinos...", le decían. Allí era todo felicidad, pero siempre se hacía la hora de despertar...
Un buen día, al regresar de la escuela, él y la niña se detuvieron en un pequeño oasis que había a la orilla del mar, éste era el sitio preferido de él y muchas veces iban allí los dos juntos. A pesar de que estaba al lado del mar tenía una vegetación frondosa y espectacular, y en realidad parecía un hermoso bosquecillo sacado del mundo de los duendes. Allí se tunbaban en la arena fresca a la sombra de un gran árbol y se contaban sus secretos, o pasaban las horas en silencio. Aquel día, tumbados como siempre, él notó algo incómodo bajo la espalda y lo achacó a su deformidad, pero como le molestaba en exceso se levantó y hurgó en la arena. Había allí escondida una pequeña caja de metal grabada con hermosos relieves. "¡Qué hermosa es, regálamela!", dijo la niña del pelo rojo. Y en verdad que era bella, porque cambiaba de color según le diera la luz y los relieves mostraban ángeles bondadosos. Él de inmediato extendió sus brazos dislocados y se la entregó besándole el moflete. ¡Oh, qué dulce tez tenía la niña en comparación con él, que era áspero y velludo Ella le sonrió dulcemente mirándole a sus inmensos ojos de jade. Abrió la caja y vio que estaba vacía. "Ya sé qué vamos a hacer con ella", dijo la niña, "cada uno de nosotros guardará en ella algo especial, algo hermoso y la tiraremos al mar sin que nunca se abra, así siempre permaneceremos juntos, durante todas las eternidades". La idea les entsiasmó a los dos, y así de contentos volvieron aquel día a la aldea. Ella corriendo y haciendo cabriolas que le ocultaban la cara tras el lacio y largo pelo rojo, esperándolo de tanto en tanto porque las cortas piernas de él no llegaban a su paso.
Al día siguiente, mientras escuchaban una interesante lección de historia, la niña le pasó a escondidas la caja. "¡No la habras!, tan sólo hazlo cuando vayas a meter dentro tu presente. Entonces iremos juntos al mar y la lanzaremos para siempre". El sela guardó, pero tan emocionado estaba que ya no pudo atender en la clase.
Pero sin embargo..., la caja tardó mucho, mucho tiempo en volverse a abrir, y ¿sabéis por qué?, porque llamaban a la puerta. Y allí estaba el invierno, que le ped´´ia paso al otoño, y la primavera que hizo florecer los campos y detrás venía el verano que los hizo olvidar a todos, y vino después un año que dejó atrás a otros y fue a su vez sepultado por los que iban llegando detrás... Nuestro niño era entonces un joven de voz grave y carácter taciturno. Se asombraba de su cuerpo deforme ante el espejo, pues no evolucionó como los demás niños, a los cuales las piernas les crecieron como robustas columnas, ¡hasta a los más bajitos!, y sus torsos se estilizaron y crecieron fuertes. Las niñas también crecieron y se hicieron hermosas y delicadas, y más que ninguna otra su niñita del alma, su niñita del pelo rojo. Entonces sí que estaba bellísima, tanto que él a veces lloraba al verla a lo lejos desde su ventanal. Ella todavía iba algunas veces a su casa para ver sus inmensos ojos verdes y animarle a salir, como hacían todos, pero hacía ya tiempo que él se sentía apesadumbrado y triste por su deformidad. Él apenas creció unos centímetros más que cuando eran niños, y los únicos cambios destacables se produjeron para acrecentar su monstruosidad, pues ahora el vello áspero se le extendía por todo el cuerpo y las arrugas le poblaron el rostro, ahora todo era muy diferente, pues al dejar atrás la niñez eran muy pocas las veces ya que iban a visitarle los duendes, porque a los duendes sólo pueden verlos los niños, y cuando se acostaba en su cuarto mirando a través de la ventana ya no sucedía como antes y se olvidaba de todo para entregarse a un plácido sueño, sino que lloraba y se lamentaba de su tara, y a veces, confundido, imploraba que viniesen los duendes a mecerlo en su letargo aunque sólo fuese por una noche más, pero ya no sucedía nada de eso, y era tanta su tristeza que a veces preferiría no haber nacido, ¡incluso su niñita del pelo rojo apenas venía a visitarlo".
Alguna vez, estando con él en una de sus visitas venían otros jóvenes altos y hermosos a buscarla, y entonces ella se despedía rogándole que les acompañase, pero él siempre rehusaba. ¡Oh, qué diferentes pasaban las horas de la juventud para unos y para otros!, las horas eran prisiones para él, allí, inmóvil y condenado a su cuarto, y sus ojos de jade entonces sí que parecían una obra de arte, porque brillaban tanto que hubiesen podido alumbrar en la noche los barco que llegaban hasta allí por el mar y sus lágrimas parecían bolitas de jade.
Al fin se resignó a su suerte y consiguió un trabajo en la carpintería de la aldea junto a un pariente suyo que la regentaba. Sus padres ya eran mayores y tenía que salir a flote por sí mismo, y así pasaron algunos años más haciendo siempre el mismo trayecto a las mismas horas, y todas las navidades regalaba a sus padres y a su niña una figurita de madera tallada por el mismo. Todavía iba a verla la niña, que ya era una mujercita, y le acariciaba la maraña de pelo que casi permanecía inalterable con los años, y él intentaba entonces parecer alegre, sin embargo, era tanto el amor que sentía por ella que a veces se quedaba embobado mirándola sin escuchar qué decía y ella le reñía por eso. Y un día, casi el último que ella llamó a su puerta, estando con ella se decidió a hacerle saber su sentir respecto a ella. Estaba tan nervioso que se notaban sus temblores y apenas atinaba a decir nada coherente, pero ella se le adelnató. La aldea era muy pequeña, dijo, y estaba muy alejada de la ciudad, nadie podía prosperar allí. Casi todos los adultos emigraban a la ciudad a trabajar más tarde o más temprano para labrarse un porvenir, y así sucedió con ella también, ¡con la niña de su corazón! Un domingo de invierno vino para despedirse. Dos maletas la acompañaban. Le pidió que fuese con ella a la estación y así lo hizo él. Ella le contaba que volvería todos los veranos y en cada fiesta de navidad, y que en verdad no estaba tan lejos la ciudad, y que le escribiría cartas y que él también podía ir a la ciudad a verla a su casa o a quedarse a vivir cerca de ella, pero... ¡oh, qué corot se hizo el tiempo entonces!, pues ya venía a lo lejos, silbando, el tren que se la tendría que llevar, que apenas paraba en aquella pedanía. La niña de su corazón se iba y nunca iba a saber cuánto la había amado. Ella se asomó a la ventanilla del tren y se despidió muy despacio de aquellos ojos de jade que brillaron como nunca jamás lo hicieron, pero pudo contener sin embargo las lágrimas para que su niña del alma no la viera por última vez llorando, hasta que, ya en ela lejanía, susurró como para sí mismo un "Te quiero".
Y sucedió que muchos, muchos años después la niña era una ancianita, y ajetreada por la cruel vida volvió a la aldea para morir. Nunca había vuelto allí y lo encontró todo muy cambiado. El mat, sin ir más lejos, se cubría de un inmenso verde plateado tan hermoso que se lamentó de no haberse detenido nunca a mirarlo. "...pero...", se dijo, "¡yo siempre he recordado el mar transparente!". Al volver vio la vieja carpintería y se acordó de golpe de su gran amigo, que se había ido diluyendo en el olvido muchos años atrás. Se acercó a preguntar, pero nadie había allí porque hacía muchos años que estaba abandonada. Mientras seguía adentrándose en la aldea se le agolpaban en la mente los recuerdos de su amigo y se le saltaron las lágrimas. ¿Qué habrá sucedido con él?, se preguntaba. Por fin, girando un recodo reconoció la puerta de la casa de su amigo y muy contenta se decidió a llamar, pero allí vivían personas desconocidas para ella que no pudieron decirle nada del antiguo habitante a que ella se refería. Así que se marchó a su vieja casa un tanto melancólica, y no porque supiera que esa iba a ser su última noche, sino porque apenas recordaba a su amigo de la infancia y nada podía hacer por evitarlo.
Y durmió entonces, y vio muchos duendes en sus sueños, porque los que tienen la muerte en la cabecera de su cama también pueden verlos. ¡Le pareció tan hermoso todo que se deshacía de ganas de irse con ellos!, y le dijeron, "Síguenos", y ellas danzando se fue tras ellos, y sus cabellos estaban ahora suaves y sedosos y ya no se sentía fatigada, y los duendes la llevaron a la orilla del verde mar, justo en aquel rincón donde extrañamente se alzaba un pequeño bosquecillo y tantas horas había pasado con su amigo, y entonces recordó de golpe: "¡La caja!", y lloró por última vez sentada en la arena con los pies bañados por el verde mar porque había quebrado aquel juramento de su niñez y nunca iba a saber qué era lo que su tierno y dulce amigo había escondido en ella. Pero entonces le dijeron los duendes: "¿Por qué lloras?, no estés triste, ser dichoso, pues la caja acabó en el fondo del mar y cumpliste tu promesa", "Pero yo he faltado a ese juramento y nunca sabré qué puso en ella", dijo ella tristemente, pero enseguida los duendes se acercaron y la arrullaron. "¿Es que no lo ves todavía?, él lloró aquí mismo sobre la caja sus lágrimas de jade al regresar de la estación, pero tanto lloró por ti que el fondo marino se tiñó de minúsculas bolitas de jade, y desde entonces el mar es verde, porque sus ojos angelicales están aquí, en todos los lugares, durmiendo con las estrellas de mar y mecidos por las algas, esperándote. Tan sólo le quedaron fuerzas para arrojar la caja al mar para todas las eternidades, que justo ahora comienzan..., en unos instantes estará aquí..."
Y los duendes jugaron y las estrellas brillaron, y una ola de espuma verde se anunció inminente.
Y ésta, niños y niñas, es la historia de uno de los últimos ángeles que habitó la tierra, el ángel que hizo el mar verde, el ángel de los ojos de jade.
es una hermosa historia, bellisima, dulce, romantica, para leer y contar a otros.