.
.
Olía a higuera.
Mi abuela vestida de negro toda, cruzaba la calle hasta la tienda.
Bajo un sol de voluntad homicida, caminaba ella con una indolencia ya de lutos encadenados, uno tras otro.
El hervor de la tierra en canícula, una tierra de siglos abrasada, hacía trepar al cielo un borroso horizonte de fuego lento.

Allá en el bajo Aragón, masticado de polvo, quiso el azar que también el Ebro, agua enlutada, renegase del resto de su suelo hermano y lo dejara morir de sed sin dar remedio.

Olía a higuera, a higuera y melocotón.
Mi abuela decía que yo sería lo que me propusiera, un buen mozo, artista, maestro, alcalde...
Ella, como planta del desierto, pasaba con un vasito de agua.
Poco o nada necesita quien ha sido elegida para acarrear con toda la muerte de sus antepasados.
Toquilla negra, blusa negra, saya negra, medias negras, zapatillas negras.
Cada prenda un abuelo, el padre, la madre, un hijo acaso, el esposo...
Cada prenda se vio tejer con destino a un duelo.

El aire, al cambiar de acera y quedar expuestos, intentaba resecar los ojos de los incautos que iban andando cansinos bajo el mediodía.
Pero mi abuela ya ganó la batalla al sofoco y disponía siempre de lagrimitas como bálsamo en su minúscula mirada.

-Hace calor, abuela.
-Bien, pues como siempre.

El "siempre" de mi abuela era mucho mayor que el mío.
Yo entonces contaba con un "siempre" de catorce años.
Nunca más he olido a higuera como entonces.
Y es ahora, que todavía cuando paso por debajo de una, ya en otro siglo y otra tierra, hincho mis pulmones lo más que puedo por traerla de nuevo a mis sentidos.

Ella para mí es olor de higuera, olor de Agosto, de campesino y panadería.
Pero hoy el viento vejado de las chimeneas y del tránsito ha borrado los olores.
Ya nada huele a lo que olía.
Ya cada vez me cuesta más trabajo recordarla.
Olía a higuera.
.
.