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Obras impías (I)

Era el primer día de clases y Garduño sufrió como siempre. No estaba hecho para la vida escolar. Su talante nervioso le había granjeado sinsabores dentro y fuera del aula. Sus padres pasaban por alto el asunto; como no lo atribuían a una afección psicológica tratable, habían permitido que su hijo hiciera el ridículo año tras año. Escuálido, de corta estatura y pelo lacio, Garduño causaba una impresión lastimosa. Aquel día lo dejaron a las puertas del Instituto; por un instante el miedo lo paralizó, pero al sentir un empujón de alguien trastabilló y siguió andando.
Entró y vio la agitación usual de los comienzos de curso. Los alumnos iban de acá para allá, consultando las listas de grupos. No les importaba a quién derribaran en el camino ni a quién tuvieran que insultar para ver la lista a sus anchas. Garduño caminó hacia uno de los tableros y de inmediato notó que un Hermano lo contemplaba con gesto socarrón. Estaba muy cerca del tablero cuando un escuincle alto y pecoso le cerró el paso y le dio la espalda, señal de que él vería primero la lista. Entonces sobrevino el malestar.
Era preciso llegar al baño. Garduño cambió de rumbo con las piernas unidas. Su rostro enrojeció y su cuerpo tembló. Sucedería algo penoso si no llegaba a tiempo al excusado. Los baños quedaban cerca de los tableros, y en ellos también había muchos condiscípulos. Dependería de la suerte que algún privado estuviera libre; abundaban los bribones que se escondían en ellos por el puro gusto de hacer que los Hermanos se separaran para ir a buscarlos. Garduño vio un privado abierto y apretó el paso. Cuando le faltaba medio metro para enclaustrarse, un mocoso rapado y rollizo allanó el privado y rió entre dientes. Su víctima enrojeció aún más y creyó que perdía la razón.
La necesidad venció a la resistencia. Garduño tembló al pensar en cómo lo reprendería su madre si ensuciaba la ropa interior, y enseguida se dispuso a usar un mingitorio. Las miradas le sobrevinieron de inmediato, junto con la lente de una cámara de video. El camarógrafo era un alumno decidido a ser cineasta. Captó la ordalía de Garduño, su rostro desencajado mientras defecaba donde normalmente se orina. Volvió en sí al sentirse mejor. Al notar cómo lo miraban y se burlaban de él, sintió que se desmayaría.
No tenía con qué limpiarse y nadie se molestó en facilitarle papel sanitario. Se estremeció como nunca. Su fatalidad apenas comenzaba. Zamudio, compañero suyo y soplón deseoso de quedar siempre bien con la Orden, corrió hacia el primer Hermano que vio a lo lejos y jadeando le narró lo que pasaba.
—¡Que el Fundador nos ampare! —exclamó Dávila, secretario académico, antes de correr hacia el lugar de los hechos.
Garduño aún se preguntaba cómo salir del predicamento cuando vio ante sí a Dávila, quien apartó a algunos mirones y abofeteó al “exhibicionista”. Garduño cayó de costado y con los labios apretados. Se incrementó el olor proveniente del mingitorio. Los privados se habían vaciado porque sus ocupantes se habían sumado al espectáculo. Dávila levantó a Garduño por una oreja, le susurró insultos y luego lo metió en un privado. Mantuvo abierta la puerta para constatar que el “sucio” se limpiara exhaustivamente. Las lágrimas bañaban las mejillas de Garduño. Le inquietaba prever el trato que recibiría de la jerarquía académica y de sus padres.
Sonó un timbrazo. Las clases debían comenzar. Dávila dispersó a la concurrencia mediante un grito frenético. Los mirones huyeron en tropel, empujándose entre sí. Se dirigieron a sus respectivos salones. Algo tranquilo por la disminución de espectadores, Garduño se subió el pantalón y miró sumisamente a Dávila, quien le ordenó limpiar el mingitorio. Un intendente facilitó lo necesario y atestiguó el trabajo del humillado. Enseguida Garduño fue llevado a la oficina de Cano, el director. Éste y Dávila bañaron de improperios al infractor y le informaron que su caso sería tratado por el Consejo Superior. Después llamaron a los padres y les exigieron que se presentaran en el Instituto.
Seguros de que su crío había quedado nuevamente en ridículo, los señores comparecieron ante Cano y Dávila, ignorando a Garduño. Asintieron ante los pronunciamientos de los acusadores y se negaron a llevarse consigo al chico, a quien habían suspendido por tres días.
—Necesita ayuda psicológica —acotó Cano.
—¡Nada de eso! —dijo la madre y, refiriéndose a Garduño, agregó—: Lo hace para llamar la atención.
—Ya entenderá que ésa no es la forma —terció el padre.
Los visitantes se fueron y Garduño acabó en la calle, donde tropezó y cayó de bruces. Corrió en vano para alcanzar a sus padres. Se recargó contra un muro del Instituto y procuró calmarse, pero la desesperación lo doblegó. Lloró amargamente, cabizbajo. De pronto sintió una mano en su hombro. Era Bringas, joven zacatecano que se había ordenado hacía meses. Mataba el tiempo aconsejando espiritualmente a alumnos problemáticos.
—Nada hay que no tenga remedio —dijo.
—¿Eh?
—¿No confías en el Fundador? ¿En dónde está tu fe?
Garduño no replicó. Se dejó guiar por Bringas hacia una puerta trasera, que él jamás había visto. Entraron en un traspatio y luego en una cocina enorme. Garduño coligió que pisaba el suelo de la misteriosa Casa de la Orden. Siempre con un brazo en los hombros de Garduño, Bringas se encaminó hacia una puerta arcana, que se abrió sobre amplios escalones perdidos en la oscuridad.
—Aquí te sentirás mejor —dijo Bringas, encendiendo una luz tenue que apenas iluminó el camino.
Pasmado, Garduño se adelantó, bajó un par de escalones y volvió la vista hacia atrás. Su cicerone cerró la puerta y luego lo enfrentó, sonriendo.
El resto del día pasó sin eventualidades. No faltaron los sarcasmos de los profesores, destinados a denigrar a los oyentes, pero no originaron grescas. Por la tarde, Dávila y Cano se reunieron con los integrantes del Consejo Superior para tratar el caso de Garduño. Zamudio dio santo y seña de Cobos, el camarógrafo que captara el suceso. Al día siguiente, Cobos perdió la primera clase con tal de entregar la cinta probatoria y recibir una amonestación verbal y física por parte de Cano y Dávila. El video fue visto una y otra vez. Dávila, también secretario de acuerdos del Consejo Superior, apuntó los nombres de quienes aparecían en las imágenes y fijó las fechas en que comparecerían para atestiguar. Entretanto, Cano hablaba con los padres de Garduño.
—¿Que no llegó ayer? —preguntó.
—Como lo oye —dijo la madre—. Al principio nos preocupamos y lo buscamos afuera del Instituto, pero al final convinimos en que, con tal de llamar la atención, se había marchado a otra parte.
—¿Adónde, señora? ¡Lo necesitamos aquí!
—No se moleste. Sin duda se refugió con su prima Emilia. Ella siempre tolera sus desplantes.
—Pues localícelo, señora. ¡El Consejo celebrará sesión mañana!
—¡Que el Fundador nos ampare! Enseguida llamaré a Emilia.
—¡Mejor vaya personalmente, señora!
—Como usted diga.
Los padres de Garduño descubrieron que ni Emilia ni nadie más habían visto a Garduño desde hacía nueve meses. Apenas preocupados, los padres discutieron el asunto con Cano y Dávila. Con tal de evitar una campaña mediática que desprestigiaría al Instituto, convinieron en no apelar a las autoridades. Decidieron esperar, sobre la base de que los conflictos conductuales de Garduño lo habían impulsado a extraviarse a propósito.
—Estoy seguro de que no tardará en volver con ustedes —dijo Cano—. No sobreviviría solo en la ciudad.
—Tiene usted razón —dijeron los padres al unísono.
—¿Aplazaremos la fecha de discusión del asunto? —preguntó Dávila.
—Mañana lo decidiremos en Pleno —advirtió Cano.
Garduño no reapareció. Sus padres y la Orden difundieron que el infeliz había perdido la razón, como lo habían demostrado sus actos aquella mañana, así que había sido preciso internarlo en un manicomio. Sin embargo, su colegiatura siguió pagándose.
Las copias del video, hechas por Cobos por si la Orden le quitaba el original, circularon a buen precio por muchas manos.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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