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Obras impías (II)

El timbre sonó a las seis y media de la mañana. Los Hermanos ya estaban levantados, habían celebrado misa y se disponían a invadir el Instituto para escarnecer a los alumnos. Oropeza notó que Ifigenia no se acercaba a abrir y se dirigió a la puerta. Abrió con el ceño fruncido y miró a diestra y siniestra la calle vacía. Bajó la vista y reconoció la canasta. Era de mimbre gastado y parecía contener algo envuelto en una especie de sábana. Oropeza levantó la canasta y percibió movimiento; apartó dos pliegues de la sábana y quedó ante un diminuto rostro sonrosado, con los ojos cerrados y haciendo puchero. Oropeza tragó saliva y oyó una voz a sus espaldas:
—¿Lo ayudo? —dijo Ifigenia.
Oropeza se volvió hacia ella y la miró con estupor.
—Mira esto —dijo.
Ifigenia vio al bebé y sonrió de oreja a oreja. Tomó la canasta y la llevó a una mesa de centro.
—¿Qué haces? —preguntó Oropeza.
—Hace frío —dijo Ifigenia—. Los bebés deben estar calentitos.
Oropeza se aproximó a ella y la vio acunar a la criatura entre sus brazos.
—No me refiero a eso. Quiero saber por qué lo metes. ¡No sabemos quién lo dejó ahí!
—¿Qué estoy viendo? —dijo otra voz.
Ifigenia y Oropeza miraron a Coloma, director en aquella época. Era de corta estatura y tenía mal de Parkinson. Se aproximó temblando a la pareja y, con ojos desesperados, contempló al bebé.
—Que el Fundador nos ampare —dijo—. Que alguien me explique.
—Es un expósito —dijo Oropeza—. Yo lo recogí del umbral. No vi quién lo dejó.
Coloma se apropió del niño. Intercambiaron una mirada larga que intrigó a Oropeza y a Ifigenia.
—Esto es raro —musitó Coloma.
—¿Cómo dijo? —inquirió Ifigenia.
—No te necesitaremos más —le dijo Coloma—. Puedes retirarte. Tú ven conmigo.
Oropeza lo siguió a un privado, mientras Ifigenia se alejaba lentamente en la otra dirección. Ya a solas, Coloma indicó que aquel asunto debía tratarse en sesión extraordinaria del Consejo Superior.
—¿Es muy grave o inédito? —preguntó Oropeza.
—De inédito no tiene nada —dijo Coloma—. He pertenecido a la Orden por cincuenta años y me ha tocado recoger expósitos en Cuba, Chile y Puerto Rico. Aquí hubo un caso antes de que tú nacieras. El niño era poliomielítico, así que lo remitimos a alguna oficina gubernamental. Pero este caso es especial.
—¿Es decir?
—Antes que nada, ayúdame con él.
Oropeza cargó al bebé y se sintió extraño. Coloma prosiguió:
—¿Alguna vez oíste hablar de Fausto Quintero?
—Claro. Se suicidó hace algunos meses. Me parece que servía como enfermero en La Quinta.
—Cierto. ¿Lo conociste?
—No.
—Estás viendo a su retrato.
Sobrevino un silencio incómodo. En su fuero interno, ambos religiosos celebraron que aquel pecador se hubiera suicidado. La gracia del Fundador jamás caería sobre él.
—Ahora comprendo —dijo Oropeza.
—Notifica a los miembros del Consejo que nos reuniremos esta tarde, a las seis —ordenó Coloma—. Encárgate de que Ifigenia tenga al niño oculto y bien callado. No queremos que algún alumno rumoree que oyó llantos de bebés en nuestra sagrada Casa.
—Claro que no —dijo Oropeza algo pálido y se encaminó a la cocina. Se detuvo en el umbral, giró sobre los talones y, ladeada la cabeza, miró a Coloma.
—Si este niño es hijo de aquel desdichado —dijo—, ¿no significa eso que La Quinta es un lugar de tentación?
—Hay cosas que no deben preguntarse —sentenció Coloma cavernosamente.
Oropeza se retiró tragando saliva.
Prosiguió el día. Los religiosos se habían enterado de lo ocurrido y les urgía terminar pronto sus labores. Estuvieron singularmente irritables, imponiendo castigos frívolos y explicando sin entusiasmo sus respectivas materias. En el patio se desató una pelea, cuyos protagonistas fueron separados a punta de varazos y pellizcos. Ambos lloraban mientras los religiosos discutían la conveniencia de tratar aquella eventualidad aquella tarde o hasta la próxima sesión ordinaria. Al final se conformaron con meter a los rijosos en el separo del prefecto Sandoval, donde dialogaron para calmarse y acabaron siendo amigos. Ante esto, Sandoval promovió una petición para que aquellos ñoños fueran severamente castigados como el Consejo lo considerara conveniente. La petición fue aceptada y programada para su discusión.
Los alumnos oyeron el último timbrazo y salieron en tropel. En menos de una hora, el Instituto estaba libre de presencias inconvenientes y todo se había preparado en el Salón de Plenos del Consejo Superior. El presidente Coloma abrió la sesión, donde estuvo presente Ifigenia para mantener quieto al niño. Los diez restantes Consejeros expusieron sus puntos de vista sobre el único asunto a considerar, siendo enfáticos en la necesidad de cooptar de una vez al recién nacido, con tal de privarlo de hacer indagaciones futuras que comprometerían el prestigio de la Orden y la presunta castidad de sus miembros. El Consejero Enríquez se extendió en su intervención para exhibir sus dotes de exegeta, y fue interrumpido cuando se le recordó que sólo debían citarse los escritos del Fundador. Entonces, el interpelado presumió saber de memoria diversos pasajes de Por encima de Dios, nada, una de las obras máximas del creador de la Orden. Como la hora había avanzado, el presidente sugirió que se procediera a votar el proyecto formulado por Oropeza. El Secretario tomó la votación.
—Hay unanimidad de votos, señor presidente.
—Por tanto —dijo éste—, se resuelve: único: el expósito será enviado a nuestro orfanato más cercano, donde permanecerá hasta alcanzar la razón suficiente como para ser trasladado al Seminario que decida la integración que entonces presente este cuerpo colegiado; ahí será preparado para integrarse a la Orden, por quererlo así el Fundador. Lo relativo a la ascendencia del referido expósito será un tema prohibido para los Hermanos y aquellos que con ellos colaboran y lleguen a colaborar, de ahí que el niño crecerá con la idea de que su padre es el Fundador, y nosotros, sus Hermanos. Se comisiona al Hermano Oropeza a llevar al expósito al orfanato. Notifíquese esta resolución a las encargadas de éste y publíquese en el Boletín Internacional de la Orden. Cúmplase y, en su oportunidad, archívese el expediente como asunto concluido. No habiendo más asuntos que tratar, se levanta la sesión.
A la mañana siguiente, Oropeza e Ifigenia se trasladaron al tétrico orfanato de las afueras de la ciudad. Salvo Coloma, los restantes miembros del Consejo Superior hubieran preferido otro destino para la criatura; pero lo resuelto era inatacable. Oropeza condujo hacia aquel edificio incompleto, sin pintar y rodeado de hierba alta, humedad y desolación. Tras una hora de camino, se presentaron ante Felicia y Piedad, las abnegadas mujeres que se hacían cargo de siete huérfanos. Aquellas mujeres se habían condenado a realizar semejantes labores para estar cerca de dos miembros de la Orden, quienes las habían cambiado por el claustro. Aunque sus queridos ni siquiera estaban en el país, ellas habían permanecido en el orfanato, viviendo de un magro presupuesto que la Orden les donaba en ocasiones, y seguras de que tarde o temprano volverían sus galanes, listos para renunciar a sus votos y desposarlas.
Oropeza no pudo entrar en el recinto. Lo mareó el fétido olor despedido por sus pequeños habitantes. Felicia y compañía le preguntaron si se sentía mal, a lo que él respondió recitando la sentencia del Consejo Superior y alejándose indiscretamente.
—¡Vamos, Ifigenia! —gritó.
Ella entregó al niño en la canasta. Los religiosos se habían molestado en comprar una bolsa de pañales y un par de biberones. Cualquier necesidad posterior correría de cuenta de Felicia y Piedad.
—Cuídenlo —rogó Ifigenia.
Las mujeres permanecieron afuera hasta que el auto se perdió de vista, y regresaron lentamente al interior, asombradas de contar, por primera vez, con un huérfano rubicundo. Llevaban diez años cuidando a una partida de monstruos. Los habían llamado de acuerdo con el orden de su llegada. “Primero” era un niño enano, pues no había crecido más allá de un metro; hablaba apenas y se irritaba fácilmente, a grado tal que había matado a “Tercera”, una niña que babeaba sin cesar y se movía en una andadera percudida. Esa desgracia provocó que la numeración se recorriera, de modo que “Cuarto” se convirtió en “Tercero”, “Quinto” en “Cuarto”, y así sucesivamente. “Segundo” era un mocoso prieto, aún calvo pese a sus cuatro años de edad; la oligofrenia lo había impulsado a engullir su propia mano derecha; Felicia y Piedad se hartaron de prevenir su mutilación cuando descubrieron que el portento había preferido conservar el pulgar y el índice. Tercero, por su parte, era progérico. Cuarta y Quinta eran dos gemelas que habían llegado con un mes de diferencia, y se distinguían por gritar sin tregua y rodar escaleras abajo, causándose moretones y fracturas que las habían dejado cojas. Sexto era un chico enorme, de casi un metro setenta y voz grave, si bien contaba ocho años de edad; de continuo se reunía con Séptimo en un cobertizo cercano, donde fumaban los cigarrillos que habían robado de la abarrotería que abastecía al orfanato. El expósito recogido por Oropeza y exiliado por la Orden recibió el nombre de Octavo, y por algunos meses fue cuidadosamente atendido por Felicia y Piedad.
Las cosas se normalizaron en el Instituto. No se volvería a hablar del expósito. En todo caso se revisarían los informes trimestrales que enviaran Felicia y compañía. Ifigenia empezó a extrañar al niño. Como había estado presente en la sesión del Consejo Superior, no dudó que los religiosos se habían limitado a quitarse un potencial problema de encima, lo que implicaba que acaso uno de ellos fuera el padre. Sin embargo, como intentara en vano hallarle parecido con alguno de sus feos jefes, a la postre concluyó que el bebé había salido idéntico a la madre. De cualquier modo, fue incapaz de olvidarlo, se había encariñado con él, pese a haberlo atendido durante menos de veinticuatro horas. Suspiraba al cocinar o asear las instancias y conciliaba el sueño evocando una diminuta y suave figura. Perderse en tales recuerdos la volvió distraída, cosa que Coloma notó. La amonestó en privado, recordándole que su función no radicaba en fantasear, sino en atender a quince siervos del Fundador. Días después, cuando inadvertidamente Ifigenia echó a perder el postre, fue reprendida airadamente por todos los comensales, quienes decidieron tratar el caso en sesión del Consejo Superior. El debate produjo una sanción económica, consistente en privar a la culpable de sueldo por dos meses, así como en la imposición de una encomienda extra.
La condenaron a regar diariamente las plantas del balcón que se abría sobre el patio central del Instituto. Otro fanático, amante de la jardinería, solía realizar aquella actividad, pero no lamentó que Ifigenia lo sustituyera, dado que el sol veraniego comenzaba a escaldarle la nuca. Así que, día tras día, a eso de las diez de la mañana, Ifigenia pudo ser vista por muchos alumnos; algunos la ignoraron de inmediato, pero hubo uno que se sintió particularmente atraído por ella.
Goerne era un depravado. El Instituto no era lugar para él. Detestaba estudiar y sólo anhelaba yacer continuamente con mujeres. Sus deslices con amigas, novias e incluso primas, lo habían metido en problemas tanto con la Orden como con autoridades seculares. Cuando, en plena lección de dibujo, fue sorprendido con una revista pornográfica entre las piernas, lo consignaron ante la Orden, que de inmediato celebró sesión extraordinaria y halló al acusado culpable de “promoción de la liviandad y el pecado”, según el artículo 64 del Reglamento de todos los Institutos de la Orden. Le recetaron una suspensión de seis meses. No le importó. Mientras purgaba la condena se habituó a robar para remunerar prostitutas en casas miserables, donde descubrió que la piel morena lo excitaba especialmente. Se juró que tendría a Ifigenia.
Un condiscípulo le contó en voz baja que se trataba de la criada de los Hermanos.
—¿Alguna vez sale de la Casa? —preguntó Goerne.
—Diario, entre cinco y siete, a comprar pan.
Goerne esperó en los alrededores del Instituto, fumando. Dieron las siete e Ifigenia no aparecía. Goerne comenzó a planear cómo escarmentaría a su mentiroso informante cuando Ifigenia salió por la puerta principal de la casa y se encaminó a la panadería. Goerne miró a todas partes para asegurarse de la falta de testigos y, oculto tras un árbol, esperó el momento en que la presa estuviera a su alcance. La tomó por la nuca y la atrajo hacia el umbral de una casa muy antigua. Ifigenia no pudo gritar, pero impartió talonazos fervorosamente, dañando una espinilla. Con todo, el atacante tumbó a Ifigenia al piso, le propinó dos bofetadas y quiso violarla. Ifigenia se aturdió, pero no perdió el sentido ni la memoria. Quizá la salvaría el picahielo que había mantenido en la bolsa para el mandado desde que dos rufianes la asaltaron. Alargó un brazo, tomó el arma y ubicó la punta en la yugular de Goerne.
—¡Suéltame o te quiebro! —gritó.
Goerne había quedado inmóvil. Acezante y bañado en sudor, pensaba qué hacer para evitar una herida mortal. Su fortuna no repuntó porque una patrulla pasaba por ahí; la luz de las sirenas impulsó a Ifigenia a lanzar un alarido y rogar ayuda. Goerne se levantó de un salto, provocándose un rasguño con el picahielo, y corrió hasta que un uniformado lo derribó, lo levantó y lo llevó a empujones ante Ifigenia, quien declaró lo sucedido y agregó que el atacante estudiaba en el imponente Instituto situado del otro lado de la calle. Los policías tragaron saliva al oír esto, y también al divisar a un grupo de religiosos dirigiéndose a ellos. Alguien les deslizó billetes en los bolsillos, y alguien más los invitó a tratar el asunto en la Casa. Ya nadie se ocupaba de Ifigenia. No recordaba cómo había perdido el picahielo, que luego apareció como prueba en su contra. Goerne era hijo de un famoso abogado y no pisó el correccional. Un pacto turbio entre su familia y la Orden le permitió continuar en el Instituto, amenazado con ser metido en un manicomio si cometía una nueva tropelía. Ifigenia fue acusada de asalto con arma blanca y condenada a varios años de reclusión; su defensor prefirió un soborno a cumplir con su clienta. El encierro generó en Ifigenia el afán de vengarse de los ingratos calumniadores.
Octavo creció. Felicia y Piedad hicieron lo posible para asegurarle una infancia tranquila y, cuando notaron que ya podía caminar, lo abandonaron a su suerte. Ellas preferían impedir que el edificio se viniera abajo en cualquier momento. De la mañana a la noche se armaban de herramientas y reforzaban vigas, puertas, fallebas y demás, ignorando el jardín. Octavo se alimentaba con galletas, agua y pollo medianamente cocido, de ahí que creciera emaciado y fuera presa fácil de sus compañeros. Primero, sin mediar razón alguna, lo apaleó una tarde y lo dejó inconsciente. Felicia y Piedad encerraron al agresor en el desván y procuraron reanimar al desmayado. Lo consiguieron al fin, y a partir de entonces pactaron que lo mantendrían en una gran cuna, lejos de los otros.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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