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Obras impías (II.2)

Octavo creció al grado de que la cuna fue insuficiente para resguardarlo de peligros. Felicia lo sacó una vez al jardín, con la esperanza de que la hierba lo hiciera invisible para los otros. Sin embargo, de pronto oyeron sus gritos. Lo buscaron y, al separar unas matas humeantes, lo hallaron casi sofocado, pues Sexto y Séptimo lo habían obligado a fumar. Mientras Piedad abofeteaba a los majaderos, recriminándoles su conducta para con un chiquillo de cuatro años, Felicia cargó al damnificado y se alejó a pie, segura de que el aire puro lo favorecería. Entonces advirtió que una figura se acercaba. Le pareció familiar aunque sólo la había visto una vez. Era Ifigenia, recientemente liberada y lista para dedicarse a cuidar al niño que nunca había olvidado.
Los religiosos extrañaron a Ifigenia cuando notaron la incapacidad culinaria de su sucesora, pero no hicieron nada para traer de regreso a aquella mujer. Se habituaron a la deficiente comida y al desaseo de la casa. Con el tiempo se modificó la estructura jerárquica. La muerte de Coloma y el reemplazo de los otros Hermanos produjeron la nueva integración del Consejo Superior, presidido ahora por Augusto Romo. Se había agravado el rezago en la resolución de asuntos. Proliferaron las sesiones extraordinarias, celebradas incluso en días inhábiles. Finalmente, en una sesión invernal se analizó un expediente de hacía diez años. Romo dispuso que se cumplieran sus previsiones.
El orfanato cambió por completo gracias a Ifigenia. Su iniciativa y su tesón impactaron a Felicia y a Piedad. Ifigenia cuidó el esplendor del hogar y el progreso de los niños. Comenzó a vender comida y lavar ropa ajena, y poco a poco amasó una pequeña fortuna que facilitó el remozamiento del orfanato y la posibilidad de que los huérfanos estudiaran. La construcción fue completada y pintada con colores alegres, y su interior recibió camas, cómodas, mesas, alfombras y un sistema de drenaje útil, lo que acabó con la pestilencia de antaño. Dos profesores fueron contratados para enseñar lo elemental a los párvulos. Adicionalmente, Primero recibió atención psicológica, completada con medicamentos que controlaron su talante furioso. Octavo era el favorito de Ifigenia; pasaba con él la mayor parte del tiempo, llamándolo “Lafayette” —en memoria de su abuelo haitiano— y recordándole que pronto regresaría con ella a la ciudad.
Los logros de Ifigenia no bastaron para suprimir la desgracia. Los niños que habían precedido a Lafayette avanzaron gracias a sus profesores, pero de suyo eran crapulosos. Sexto y Séptimo, ya adolescentes, retomaron sus aviesas costumbres y asaltaron la abarrotería, robando cigarrillos y comestibles y dejando al dependiente con el cráneo fracturado. Los hijos del desafortunado resolvieron vengar a su padre; estuvieron a la expectativa y pillaron a los delincuentes, quienes pretendían volver a desvalijarlos. Se desató una pelea donde, aparte de los puños, intervinieron dos machetes. Los restos destazados de Sexto y Séptimo fueron abandonados en una cuneta, donde Ifigenia los halló. Aún no terminaba de sepultarlos cuando supo que Cuarta y Quinta, las gemelas, se habían fugado con un señor que conducía una camioneta blanca. Jamás volvieron a verlas. Pero Lafayette se fue con ella antes de que Primero se suicidara con estricnina y Segundo y Tercero fueran adoptados por sus profesores.
Cuando Tapia, religioso designado para recoger al expósito y llevarlo al Seminario, llegó al orfanato, creyó que se había equivocado de dirección. Se entrevistó con Felicia y Piedad y supo que, en efecto, aquel era el orfanato “más cercano”.
—Vengo por… —empezó.
—Ya no está aquí —le dijeron.
—¿Qué quieren decir?
—Se ha ido. Ya estaba en edad de valerse por sí mismo.
—Lo que será de él fue determinado por la Orden hace una década. ¿Adónde fue?
—No lo sabemos.
La noticia incomodó a la Orden. En sesión extraordinaria se decidió cesar a Felicia y Piedad y comisionar a dos Hermanos para buscar al desaparecido. Aquéllas comparecieron ante el Pleno del Consejo Superior y no traicionaron a Ifigenia; repitieron hasta cansarse que el expósito se había ido por cuenta propia, sin avisar. Dados los informes sobre las tragedias ocurridas en el orfanato, las mujeres fueron denunciadas y enjuiciadas por las autoridades seculares, quienes las hallaron culpables de negligencia y tratos fatales contra menores. Ambas murieron en la cárcel.
Ifigenia se perdió en las calles de la ciudad. Rentó un departamento céntrico y se asumió como la madre de Lafayette, a quien inscribió en una escuela pública. Ella comenzó a trabajar como mesera, pero el pobre salario la impulsó a buscar otras opciones. Fue doméstica, obrera y aun despachadora en una gasolinera. Nada parecía ayudarla a ganar un sueldo decoroso, y su afán era ahorrar para que su hijo heredara una modesta fortuna. Por fin aceptó la oferta de Trejo, un viejo amigo que llevaba años como administrador de un cabaret. Ifigenia comenzó a satisfacer la vista lasciva de los clientes, mientras, en casa, Lafayette dormía para no llegar tarde a la escuela al día siguiente. Una noche, mientras Ifigenia bailaba la rumba en el escenario, se fijó en un cliente arrinconado que la miraba con vergüenza. Terminado el número, Ifigenia se dirigió a aquella mesa y obligó al hombre a mirarla a la cara.
—Sí… —masculló Oropeza, con diez años encima—, te recuerdo…
—¿Ahora los dejan cabaretear?
—Me doy mis escapadas…
—¿Qué dirían los Hermanos?
—Que sigues siendo una mentirosa.
Ifigenia lo abofeteó para quitarle una sonrisa.
—¿Quién era el padre del niño? —preguntó.
—¿Qué sucede, mi reina? —intervino Trejo—. ¿Te está molestando este cabrón?
—Sí. Quiero hablar con él en privado.
—¡Un momento! —gritó Oropeza mientras Trejo y un guarro enorme lo tomaban por los brazos y lo arrastraban a un traspatio tétrico. Le dieron varios bofetones para incitarlo a responderle a Ifigenia. Por fin contó la historia de Fausto Quintero, cómo se enamoró de una mucama y acabó preñándola; ella quería conservar al niño, pero Tuero, el encargado de La Quinta, le recomendó que se deshiciera de él. Este dilema entrañaba un aborto, idea que perturbó a Quintero y lo movió a suicidarse. Quizá para que los religiosos supusieran que los muertos vuelven, la chica dejó a la criatura a las puertas de la casa de la Orden.
—¿Dónde están tus hermanitos?
—¡Contesta, puto! —exclamó Trejo, rompiendo una costilla del interrogado.
—¡En La Quinta, conmigo!
—No estás tan viejo —dijo Ifigenia.
—Digamos que me jubilé.
Ifigenia dialogó aparte con Trejo y enseguida se fue. Ejecutaron a Oropeza y desintegraron su cadáver en una tina llena de ácido.
Edna, compañera de Ifigenia, se interesó por las historias de esta última, así como por sus ascendientes haitianos. La propia Edna era inmigrante de aquel país, de donde había escapado para librar una espantosa maldición que se había tramado en su contra. Lejos de darle por su lado, Ifigenia solicitó más datos. Una cosa condujo a la otra, y al poco tiempo hubo intercambio de preguntas y respuestas sobre artes arcanas y efectivas, que eventualmente dominó Lafayette.
Los esfuerzos de los comisionados para investigar el paradero del expósito fueron infructuosos, pese a que recibieron ayuda de las autoridades. Cuando rindieron su informe, el Consejo Superior decidió sepultar el caso mediante la destrucción del expediente, medida que lamentaron cuando supieron que Oropeza había desaparecido. Los consoló que su muerte no trascendiera, junto con la seguridad de que el joven no intentaría afectarlos.
Debatían el punto mientras, en la venerable Quinta donde los Hermanos ancianos iban a morir, se infiltraba un joven alto, gallardo y bien vestido, con el pretexto de visitar a algunos ex profesores que había conocido en el monumental Instituto. Los visitó a todos, salvo a Coloma por razones obvias, y le agradó la cara que pusieron y que, dada su decrepitud, no pudieran demandar ayuda. Salió sonriendo, tomó el brazo de Ifigenia y partió.
El horror cundió en La Quinta cuando se descubrió que nueve Hermanos habían muerto inexplicablemente, con la piel ennegrecida y los ojos desorbitados.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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