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Octubre

Caminaba ligera hacia la parada del autobús, el agua de la tormenta del día anterior, aún encharcada en el asfalto, mojó mi pantalón al acariciar suavemente el badén la rueda de un automóvil que trataba de mal estacionarse junto a la acera.
Acababa de perder un minuto con dieciocho segundos de mi vida tratando en vano de eliminar la mancha del bajo de mi pantalón. Tiempo requerido para no perder el transporte que me llevaría al comienzo de mi jornada laboral. Decidida a recuperar los segundos robados corría calle abajo ejercitando mis cuádrices durante la carrera cada vez que levantaba las piernas con un extra de peso proporcionado por el tacón del zapato.
Gracias a la deficiencia del servicio urbano, debido a su impuntualidad aquel día logré subir al cotidiano almacén de personajes frustados: el terremoto que llora porque no quiere ir al colegio, la licenciada en compras al mejor precio que marcha a la inaguración del nuevo supermercado...
Un sonido estridente hizo parar el autobús y en posteriores momentos pudimos gozar de la voz temblorosa del conductor invitándonos a bajar del vehículo debido a una avería en el motor. Y sin ningún motivo irrazonable nos encontramos en la rivera del río de alquitrán que rodea la ciudad, con todas nuestras esperanzas puestas en aquel señor mecánico, que jugaría el papel de Supermán por primera vez en su vida, al arreglar en tiempo record el corazón del elefante metálico evitando llegar tarde a la oficina.
Una ráfaga de viento caló mis huesos e invadió toda mi alma de una tristeza que no podía controlar. Era la cuarta vez que llegaría tarde al trabajo y, probablemente me encontrara hoy la carta de despido encima de la mesa. Rodaron por mis mejillas un fluido frío y pesado que se confundía con las gotas de lluvia que comenzaban a caer en ese momento sobre mi cabello. Por primera vez en veinte años volvía a vivir aquella sensación de vacio que sentí cuando descubrí debajo de la cama de mi madre los regalos que dos días después los Reyes de Oriente se encargarían de traerme.
Una niña que desayunaba su bocadillo de jamón cocido me cobijó bajo su paraguas al sentarse junto a mí, hizo una mueca y su rostro reflejó la felicidad que la invadía.
Clavó su mirada tierna en mí y tras ofrecerme la servilleta que envolvía su desayuno preguntó:
- ¿Llorar es fácil?
- Lo mismo que sonreir...
- Yo siempre sonrío, a mi madre le hace feliz
- Yo siempre lloro, creo que nadie me enseño a sonreir...
Aquel día aprendí que el atardecer no es el final del día, es el comienzo de la noche.
Que el frío del invierno no congela a la persona, prende la llama del corazón.
Que la lluvia no te moja, aclara las ideas.
Que el amor no se da, se comparte.
Que la felicidad no se encuentra, se posee.

Mª Carmen Peña.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
charlie
invitado-charlie 11-03-2004 00:00:00

Que bonito describes las situaciones, con cuanto cariño y sencillez. Me ha gustado mucho tu relato. no dejes de escribir

lucy-a
invitado-lucy-a 21-02-2004 00:00:00

Envidiable... "Esto es escribir". Me gustó mucho el primero que escribistes, pero este es francamente precioso. Las ultimas frases son para guardar, y yo le añadiria... Que el amor no se busca te encuentra. Que el amor no se pide se da. Que el amor hay que cuidar... Felicidades bonito texto. un saludo

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