Despertaba por la noche y su pensamiento se extasiaba con el recuerdo de su amada. No bien iniciaba la jornada matutina, las horas se le hacían interminables esperando la hora en que se reuniría con ella. Y al momento de encontrase el palpitar de su corazón se aceleraba, los sentidos ultrasensibles se agudizaban para captar: la belleza de aquellos ojos glaucos; la dulzura de sus gordezuelos y bien dibujados labios; el óvalo perfecto enmarcado por una rubia cabellera cuyas onduladas guedejas muellemente descansaban sobre sus torneados hombros, que daban cima a un cuerpo escultural.
Pero lo que constituía su mayor embeleso era la voz de su amada, que en sus oídos sonaba como célica música, en la que lo de menos era las cosas que decía, que si bien las oía apenas captaba lo que expresaban.
Por fin se casaron, y la pasión de él se acrecentó muchísimo más, pues ahora podía acariciar y aún sentirse dentro de las carnes de aquél ser idílico. Y de tal forma la pasión se acrecentó, que las horas en que por las exigencias de la vida tenía que estar separado de su amada, le parecían horas perdidas, muertas, que se le hacían interminables y dolorosas.
Así pasaron los años, con aquella pasión ciega, incontrolada, enfermiza, en que él solo veía gracias y bellezas en su amada.
Un día – ¡fatal día!- al mirarla, él descubrió en ella que la piel había perdido su brillo, aquél pelo semejante a los rayos del sol, caía lacio, desteñido, rozando a lo blanco, sobre unos hombros escuálidos. El azul de los ojos se convirtió en algo desvaído, semejante a los ojos del pescado muerto. Y la boca que le había enloquecido, se había momificado, presentando infinidad de arruguitas que sólo inspiraba compasión.
Pero, lo peor de todo, lo que más angustia le produjo, es que aquella musicalidad de la voz de la amada que le impedía atender al significado de las palabras que ella pronunciaba, se volvió áspera y chirriante, y entonces fue cuando él presto atención a lo que ella decía, y por primera vez se percató que estaba casado con un ser ignorante, de tan mínimas dotes intelectuales, que bien cabía encuadrarla entre las deficientes mentales.
Tal fue su desespero por aquella ofuscación a que le condujo el atractivo irresistible de la belleza, que al día siguiente inició los trámites para su separación.