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Supongo que así empiezan todos los cuentos, pensaba Nicolás mientras apretaba las teclas de su vieja y pesada máquina de escribir: “Érase una vez, en un país lejano, un Rey de Chocolate que gobernaba un peculiar reino escondido entre bosques y montañas. Tan escondido era aquel lugar que el tirano gozaba con explotar a sus anchas a la gente. Desde ahogarlos en impuestos, toques de queda, trabajos inhumanos, leyes injustas y opresivas, todo a su estado de ánimo … después de todo, ¿quién se quejaría? Él era el rey, y si alguien osaba quejarse, bien le cortaba una pierna, bien las dos manos o bien la cabeza. ¿Tenías una esposa linda? ¡Mala idea llevarla al palacio! al marido le esperaba la horca y a la mujer una noche en el aposento real.
-Pero no más de una noche demonio, ¡que me contaminas! – Decía el rey de chocolate, mientras derretía sus pegajosas manos en su inocente víct ” …
Paró de escribir y se puso a leer el incipiente fragmento … – ¿Pero que carajo es esto? – dijo entre dientes, arrancó la hoja y la arrojó al suelo donde yacían ya varios intentos por escribir lo que él esperaba fuera un cuento, eran las dos de la madrugada del primer día de invierno, además de su tercer día sin dormir. Nicolás estaba a prueba para conseguir trabajo en una revista educativa, era escritor y se encargaría de la sección infantil, en específico su especialidad era escribir cuentos cortos. Había estudiado Filosofía y Letras en una prestigiosa universidad de la capital, sin embargo al egresar gozaría de la misma suerte que cualquier escritor de tercer mundo, joven y sin experiencia, ¿a dónde iría? solo podía verse desempleado y en la calle.
Y esa sería su suerte, salvo por dos cosas: su amorosa y condescendiente madre que le ayudaba con el pago del alquiler, y su amiga de infancia Diana, que le había conseguido empleo en la revista donde ella trabajaba como diseñadora, el cuento que tenía que redactar sería su primer encargo y sería decisivo para que el Director de la revista lo contratara o no, el anterior escritor había muerto de un ataque de apoplejía, tenía solo 42 años, pero era alcohólico, hipertenso y abusaba de otras drogas más fuertes, antidepresivos en su mayoría.
-Si no fuera por ti Diana … – pensaba – seguro estaría camino a casa, derrotado … pero no lo haré, no soportaría las burlas, sus miradas, esos malditos ojos … sería como fracasar, pero Dios mío odio tanto este trabajo .. . – sufría mientras daba pequeños sorbos a la taza de café y volvía a colocar una hoja nueva en su máquina de escribir.
Recordaba los ojos grises de su padre Iván, hombre de un carácter muy duro y perfeccionista, era militar, Teniente Coronel para ser precisos, por su trabajo viajaba mucho y siempre llevaba puestas sus botas negras excelentemente boleadas, cuando caminaba siempre tenía un paso duro, como si marchara, no importaba si estaba en el cuartel o en la cocina de su casa, el paso era el mismo y su figura, siempre imponente y autoritaria. Nicolás desde que era pequeño jamás había podido sostener la mirada a su padre, esos ojos grises le daban un aspecto tan frío, podía ver su alma y eso le despertaba miedo y humillación.
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