Una suave neblina inundaba las calles, besaba los edificios y se entrelazaba
con las ramas de los árboles, a los que el invierno les había arrebatado las
hojas. Adrián ya tenía decidido su final. Sin embargo, treinta metros de altura le
debieron parecer pocos, o no los suficientes. La mitad de la suela de sus
zapatos descansaba en el borde de la barandilla; la otra mitad, suspendida en
el aire helado de aquella mañana. Desde allí contempló una panorámica de la
ciudad donde quiso crecer como un niño normal. Sus ojos bajaron hasta el
lejano pavimento, húmedo y poblado de hojas marrones y amarillas. Después
su mirada se perdió en el horizonte. Contó hasta tres (el tres tardó en llegar
más de lo normal). Una lágrima resbalaba por su mejilla, mientras inspiraba
aire y decisión.
Cuando vinieron desde Túnez, Mohamed y Rania no podían imaginarse que su
hijo llegaría a alcanzar un estado tan lamentable, que le empujaría a querer
alimentar la tierra del Camposanto con su cuerpo. Un cuerpo que contaba solo
15 años. Pero en Madrid uno puede esperarse cualquier cosa. Incluso que le
lluevan pelotas de papel al entrar por la puerta de la clase del primer instituto,
ante la pasividad de algunos profesores y la burla de la mayoría de los
compañeros(si se les podía calificar así). Chicles en el pelo y en el asiento,
dinero que desaparecía de su cartera como por arte de magia, humillaciones,
burlas , menosprecios y alguna pintada en su pupitre(La más suave podía ser “
hueles mal, moro”). Los padres se vieron obligados en más de una ocasión a
presentarse en el colegio para exigir algún tipo de explicación acerca del trato a
su hijo. Lo único que lograron fue escuchar frases del tipo: “ son niños, son muy
rebeldes, ya se sabe” y el castigo a alguno de los chicos promotores de la
hostilidad. A los padres les costaba comprender que con quince años y siendo
capaces de lo que eran, aquellos fuesen tan solo niños rebeldes. Solo Ana, una preciosa niña cuyos ojos, decía Adrián, eran del verde más bonito que había visto nunca, sentia esa especie de lástima, que con el paso del tiempo se convierte en cariño, por él. Pero no le debió parecer suficiente. El trato no mejoró con el paso de los años. Adrián y su familia seguían siendo el blanco de todas las críticas, las vejaciones, los insultos, los desprecios, los rencores, los prejuicios...
Sin embargo, un instante antes de impulsarse hacia el vacío y pintar de rojo sangre el asfalto, la vida, su vida; Adrián oyó un pequeño susurro a su espalda. Miro hacia atrás por encima del hombro, tratando de mantenerse, por un instante en equilibrio. Los preciosos ojos de Ana le miraban suplicantes, bañados en lágrimas que resbalaban por sus mejillas. “Adrían, he venido a buscarte, por si querías que fuésemos juntos al colegio”. Quizá fue porque era la primera vez que le nombraban por su nombre, quizá fue por la forma de decirlo, quizá fue porque treinta metros no le debieron parecer suficientes, o no los suficientes como para no encontrar un solo motivo por el que seguir viviendo.Quizá fue porque sus ojos eran uno.