Por Miguel Crispín Sotomayor
Cuando entré en su camerino ella estaba sentada frente al espejo y más hermosa que unos minutos antes en que la veía desde mi butaca en la tercera fila. En cuanto se percató de mi presencia se inclinó hacia mí, y nos besamos. Yo con toda mi pasión y ella como estaba acostumbrada a hacerlo. En ese instante nos sorprendió un hombre alto, de cabello castaño claro y peinado a lo Gardel, que con gesto imperativo la presionó para que apurara nuestro encuentro, solo su sonrisa me hizo desistir de romperle las rodillas al intruso. Regresó al escenario y sin otra alternativa regresé a mi asiento para volver a verla en lo alto. Cuando cayó el telón y terminaron los aplausos, mi tía Nena me tomó de la mano para protegerme del público que abandonaba la sala del Teatro Oriente. Esa noche y en noches posteriores, Libertad tuvo un lado en mi cama. No volvimos a vernos. Yo buscaba en los periódicos y leía que la “La Novia de América” llegaba o se iba de tal o más cual país. Esperé y nunca recibí ni siquiera una carta, una nota. Yo sé que hubiera querido hacerlo, no era su culpa sino de un marido celoso y de la tía que me sacó apresuradamente del teatro, sin siquiera permitirme regresar a ella para acordar algún encuentro más íntimo o darle mi dirección y mi número de teléfono. En medio de mi sufrimiento por el amor perdido, el verano llegó en mi auxilio con las vacaciones escolares y me fui para Cuatro Camino de La Prueba, a la finca de la abuela Alberta, donde podía divertir la pena encima de algún caballo, aburrirla sobre los cascos del burro “Torito” y si no resultaba, ahogarla en las aguas del arroyo “La Rosita”.
Han pasado muchos años, he visto con nostalgia todas sus películas y oído una y otra vez sus canciones. Supe que murió, pero todavía conservo el recuerdo de aquél romance con Libertad Lamarque en Santiago de Cuba.