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Palitroque y la caravana mágica

En la casa del viejo roble, la abuela Sarmiento se levantó una mañana con un terrible resfriado.

-¡Pali... Pali... tro... Achís! -estornudó.

 

-¿Qué te ocurre? -preguntó Palitroque, entrando en el dormitorio.

-He pescado un horrible resfriado -se lamentó-. Tráeme el pañuelo. Está colgado detrás de la puerta.

-¿Esta cosa? Pensé que era una sábana -se burló Palitroque mientras descolgaba el enorme pañuelo.

-No seas descarado -le riñó la abuela- Hoy irás por mí al mercado. Estoy demasiado enferma. Mira, he escrito la lista de la compra.

-Dámela -dijo Palitroque orgullosísimo, mientras se ponía su sombrero (donde vivía Petronila, la araña mágica).

Cuando ambos se marchaban, la abuela Sarmiento estornudó con su enorme nariz y todos los árboles del bosque embrollado se agitaron.

Palitroque y Petronila llegaron al final del bosque. Y allí, en un claro, estaba el mercado, lleno de gente extraña e interesante.

Palitroque pasó frente al mago de la fortuna, un adivino que hacía trucos con globos, y frente a una anciana que tricotaba vestidos de cuerda. El último carromato pertenecía al Doctor Hierbabuena, un curandero.

-¡Vengan, vengan! -gritaba-. Compren una botella del brebaje Pelón y su pelo crecerá tan recio como la hierba en los pastos. Es la octava maravilla del mundo. ¡Lo vendo barato, a mitad de precio!

-Perdóneme -dijo Palitroque-. Mi abuela ha pescado un resfriado espantoso. ¿Tendría usted algo para curárselo?

-Claro que lo tengo, mozalbete -mintió el Doctor Hierbabuena-. Tengo en mi tienda justo lo que necesitas.

Naturalmente, el Doctor Hierbabuena no tenía tal cosa, sino cientos y cientos de frascos del brebaje Pelón. Despegó una de las etiquetas y escribió una nueva: "CURA RAPIDA PARA RESFRIADOS."

 

-Ahora llévate esto a casa y haz que tu abuela lo huela. Pero en cualquier caso, muchacho, no dejes que lo beba o lo derrame sobre nada.

-De acuerdo. Muchísimas gracias -dijo Palitroque.

Puso el frasco debajo de su sombrero para conservarlo bien y entonces Petronila, que se había echado un rato para dormir en él, se despertó de repente.

"¿Qué es este olor espantoso?" pensó, oliendo la botellita del brebaje Pelón. "Tendré que hacerlo desaparecer con magia o nadie querrá visitarme." Y agitó su varita.

Dubidí, dubidá: como verás este sombrero está ocupado, así que te vas.

Pero el frasco permaneció donde estaba, y, en cambio, Palitroque salió despedido de su propio sombrero.

-¡Oh! Lo siento, Palitroque. Mis encantos siempre salen mal.

Palitroque se levantó y se puso de nuevo el sombrero.

-No importa -dijo- Mira, Petronila, podemos hacer aquí la compra.

Estaban frente a la caravana de las sorpresas del señor Malaspintas.

El interior del carromato era bastante más grande que lo que parecía desde fuera, y sus estanterías estaban repletas de cajas, botellas y cestas. El señor Malaspintas tenía de todo, desde un calcetín de elefante hasta el cepillo de dientes de un ratón. Palitroque paseaba asombrado entre las alfombras de piel de zorro, las alas de mariposa, los huesos de ballena y los barcos metidos en botellas. Había cintas de pelo para buitres, libros de canciones para ciervos, libros de ortografía para duendes y un mapa de senderos del fondo del mar. Había también un aparato de radio sin sonido y un retrato del hombre invisible.

Petronila quedó encantada cuando encontró un departamento sólo para arañas donde podía comprar moscas escabechadas y pijamas de ocho piernas.

Palitroque se asomó por encima del mostrador y allí estaba el señor Malaspintas.

-Pasa, pasa. Tú eres el pequeño nietecito de la señora Sarmiento, ¿no?

-Eso es -respondió Palitroque-. Ella no se encuentra muy bien. Así que hoy he venido yo a hacer la compra.

-Dime en qué puedo servirte.

Palitroque sacó su lista de la compra.

-Quisiera...

Se paró cuando vio que la abuela había olvidado escribir la cantidad que quería de cada cosa. Bueno, quizá él podría adivinar cuánto.

-Mmm, dos cestos de leche y un litro de nabos..., un saco de mantequilla y un pan de tocino.

El señor Malaspintas se rió entre dientes.

-¿En rebanadas? -dijo refiriéndose al tocino.

-Mm, rico y crujiente -dijo Palitroque-. Y media docena de coles y una jarra de pan, por favor.

-¿Blanco o moreno?

-Verde, por favor -dijo Palitroque-. Yo pensaba que todas las coles eran verdes.

-¿Esto es todo? -sonrió el señor Malaspintas, mientras depositaba la última mercancía en el mostrador.

-Sí, sólo me falta la carretilla.

-Una carretilla de guisantes, supongo -dijo con retintín.

-No sea tonto, señor Malaspintas. Una carretilla para llevarlo todo a casa.

Palitroque y Petronila volvieron al bosque embrollado. Los árboles temblaban; seguramente la abuela Sarmiento seguía estornudando.

-He vuelto -gritó Palitroque-. He hecho toda la compra.

La abuela Sarmiento miró la carretilla por encima de su enorme nariz roja y su gran pañuelo blanco.

-¿Algo no está bien, abuela?

-Desde luego -chilló ella-. ¿Qué es todo esto? Una jarra de pan, un saco de mantequilla, dos cestas de leche...

-Yo lo hice lo mejor que pude, ¿verdad, Petronila?

-Desde luego que sí -rechinó la araña, asomándose por la pequeña puerta verde en el sombrero de Palitroque.

-¡Tú no te metas en esto! -estalló la abuela.

Palitroque iba a darle a su abuela el remedio para los resfriados cuando llamaron a la puerta. Dejó el frasco sobre la mesa y fue a abrir.

Como era muy curiosa, la abuela abrió el frasco, hundió su nariz dentro del líquido y se puso a hacer burbujas...

El señor Malaspintas era quien llamaba. Había llevado algunas flores para la abuela, y la cesta de la compra que Palitroque debería haber traído a casa en realidad de acuerdo con la nota de la abuela.

-Sólo era una pequeña broma. Palitroque. No te has ofendido ¿verdad? -sonrió el tendero.

Justo en ese instante, un agudo chillido resonó en la cocina.

-¡Oh, Palitroque, ayúdame! ¡Ven rápido!

Palitroque y el señor Malaspintas entraron corriendo en la cocina... y se echaron a reír cuando vieron a la abuela Sarmiento. ¡Su nariz estaba cubierta de pelusa blanca!

-¡No os quedéis ahí parados! ¡Haced algo! -gritó.

El señor Malaspintas miró el frasco de la cura rápida para resfriados y reconoció al instante el famoso brebaje Pelón del Doctor Hierbabuena.

-No te preocupes. El crecepelo del Doctor Hierbabuena nunca funciona. Se te habrá quitado todo por la mañana.

En aquel momento, la pelusa de la nariz de la abuela era tan espesa que su resfriado se sintió calentito y desapareció.

 

-¡Nunca lo hubiera creído! -dijo ella-. ¡Estoy curada! ¡Celebrémoslo con una buena tarta, bien pegajosa!

Así que se sentaron juntos a merendar. Incluso permitió que Petronila se uniera a la fiesta.

-Siempre y cuando -dijo la abuela Sarmiento- se limpie todas sus patas.

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