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Pan y lechuga

Hubo una vez, hace mucho tiempo, dos hermanos muy pobres que sobrevivían haciendo pequeños trabajos en una granja a cambio de dormir en el pajar y en una pequeña taberna a cambio de un poco de pan y lechuga.

- Estoy harto de comer pan y lechuga -decía el niño a su hermana cada noche.
- Deberías dar gracias de que al menos tengamos algo que llevarnos a la boca -respondía ella.

Y así, día tras día.

Un día, el chico encontró una caja mientras limpiaba las cuadras. Al abrirla, descubrió un mapa. Sin decir nada, cogió un saco, por si acaso, y siguió el camino que indicaba el mapa. Al poco llegó a una cueva, donde halló un caldero lleno de monedas de oro. Metió el oro que pudo en el saco y el resto lo enterró dentro de la cueva, pensando en volver a por él más adelante.

Con su saco cargado de oro se marchó a un lugar donde nadie le conociera para no despertar sospechas y disfrutar de su nueva fortuna. Se instaló en una ciudad bastante grande. Haciéndose llamar por un nombre diferente, el muchacho compró una casa enorme y contrató un par de sirvientes para que le atendieran. Compró ropas nuevas y llenó su cocina de los más exquisitos manjares.

- ¡Por fin no volveré a comer pan y lechuga! - decía.

Mientras tanto, su hermana empezó a preguntar a todo el mundo por su hermano. Siguiendo las indicaciones que le dieron y algunas pistas que fue descubriendo llegó hasta la cueva donde su hermano había encontrado el oro. Allí vio que había una zona de tierra removida y cavó con las manos hasta que se encontró con el oro. 

La niña cogió un puñado de pepitas, escondió el resto del oro y regresó a la granja a por un saco. Antes de volver a la cueva, le dejó la mitad al granjero y la otra mitad a tabernero junto con una nota dándoles las gracias por su haber sido tan buenos con su hermano y con ella.

Cuando regresó a la cueva cogió todo el oro, lo metió en el saco y partió en busca de su hermano.

Cuando el hermano se hubo acomodado en su nueva casa se marchó en busca del oro que había dejado escondido, pero cuando llegó ya era tarde. El oro enterrado había desaparecido. 

En pocas semanas, el muchacho se quedó sin dinero y no le quedó más remedio que volver a comer pan y lechuga. 

Mientras tanto, su hermana seguía buscándole. Pero nadie sabía quién era. Nadie le conocía por su verdadero nombre puesto que se lo había cambiado. 

En su camino iba ayudando a los mendigos que encontraba, dándoles una pepita de oro cuando partía. Vestía sencillo y comía de la caridad de la gente, a los que recompensaba con una pepita de oro que dejaba a escondidas en sus bolsillos.

A los tres meses llegó por casualidad a la ciudad donde se había instalado su hermano. Cansada buscó un corral donde le dejaran pasar la noche. Sin saberlo acabó llamando a la puerta de su hermano.
- Hola, busco un lugar para pasar la noche. Le limpiaré la casa a cambio si quiere- dijo la niña.
- De acuerdo, pero no puedo ofrecerte nada de comer - contestó desde dentro de la casa el hermano.
- No se preocupe, puedo compartir con usted el pan y la lechuga que tengo.

Cuando el hermano abrió la puerta se reencontraron los dos.
- ¡Hermano! -dijeron los dos a la vez. Y se dieron un fuerte abrazo.

El chico le contó a su hermana lo que había hecho, y le pidió perdón por ser tan egoísta. 
- ¿Por qué no volviste a buscarme? - le preguntó la niña. 
- Me daba vergüenza… Espero que me perdones
- Somos hermanos. Claro que sí.

Desde entonces, los dos hermanos viven juntos en aquella casa, que han convertido en una posada contratando a algunas personas para atender a los huéspedes. Y, aunque ahora viven bastante bien, siguen siendo personas humildes. Visten de forma sencilla y comen cosas normales. Y en su mesa nunca les falta pan y lechuga para no olvidar los días en los que eran pobres.

Datos del Cuento
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