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Categoría: Hechos Reales

Para Ricardo Javier Gasset Llobregat.

Este relato revela el secreto contenido en la que, para mí, es una hermosa historia macerada cuarenta años en los fluidos viscosos de la memoria. Pero, además, expresa el anhelo de un reencuentro.
1. Fue en un período de mi niñez. Yo tenía diez y él cincuenta años; cumplíamos el mismo día y siempre estaba presente en mi festejo. Mi abuelo Isidro Gasset era un catalán que vino a los dieciséis años sin nada; a trabajar duro y casarse pronto, por decisión ajena —tomada por sus tíos, que alojaban al muchacho— con su prima. Quizás por la endogamia habitual de ese tiempo, conservó intactas las tradiciones, costumbres y hábitos de sus ancestros, asistiendo periódicamente al Casal de Catalunya (entidad que reúne a la colectividad catalana en Buenos Aires). Fue en principio aprendiz; luego zapatero de profesión y más tarde dueño de la zapatería “La Marina”, ubicada en San Martín y Tucumán, durante treinta años. Aquel amplio local comercial disponía de comodidades y dependencias para una vivienda familiar al fondo, donde nacieron mi padre y mis tíos. Supongo que, por la influencia del “barrio del Bajo Retiro” (se denominaba popularmente a la zona delimitada aproximadamente por la actual Avenida Corrientes, Avenida Madero, Avenida. Santa Fe y Florida, que contenía al legendario centro de diversiones llamado Parque Retiro), donde vivía y comerciaba cotidianamente —lleno de piringundines, cabarets y boliches; lugares donde la música era casi exclusivamente tanguera—, fue incorporando con pasión al tango como algo propio, junto a la sardana (danza típica catalana).
Quizá por las cadencias musicales similares… .
Era un hombre bajo pero fibroso y enjuto. En su espalda una corva leve mostraba la marca del trabajo durante tantos años, enarcado sobre los cueros, cordones, clavos, tintas y colas. Tenía una cabeza redonda en la cual, sobre el fondo rojizo de su piel brillaba el cabello plateado y las curvaturas de sus cejas níveas resplandecían, cortando la lisa frente rosada. Con marco metálico y patillas de alambre para enganchar detrás de las orejas, los anteojos permanentes de vidrios redondos enmarcaban la mirada firme y penetrante de sus ojos azules. Tal vez por la forma de plantarse o su manera precisa y segura de moverse, imponía sin quererlo un sereno respeto. Su carácter enérgico y sus pocas palabras terminaban configurando una imagen sólida, apreciada, pero inapelable en la contundencia de sus decisiones.
Por razones prácticas para mis padres —que recuperaban su libertad precaria— y esencialmente porque me gustaba, el mediodía del viernes llegaba a “La Marina” con mi bolsito azul de mano y me instalaba en la vivienda de los queridos abuelos hasta el domingo. Ese día, invariablemente, se celebraba el almuerzo familiar, ritual obligatorio, con una asistencia —entre los tres hermanos de mi padre, sus esposas e hijos— no inferior a quince comensales pertenecientes al clan, a quienes se sumaban ocasionales invitados pertenecientes a la colectividad, cuya vinculación con mi familia en general y con mis abuelos en particular, no me importaba.
Yo iba a la morada de mis antepasados para desarrollar dos actividades fascinantes para mí: observar —desde un banquillo de madera ubicado en un rincón de la cocina— los preparativos de recipientes y utensilios, las prolijas ejecuciones de pequeños animales —que traía vivos— y todas las manipulaciones que realizaba el viejo en la elaboración de sus fantásticas comidas típicas domingueras; y acompañarlo los viernes, después del almuerzo, en sus caminatas hacia el Casal.
La cocina —ubicada al final de la vivienda y junto a un pequeño patio interior— era un ambiente de cuatro por cuatro metros con un tragaluz alto y siempre abierto sobre las hornallas. En cada una de mis visitas descubría nuevos y pintorescos objetos: colgados de un alambre extendido de pared a pared había variedades de salames, charques y pimientos secándose. En otra pared una parafernalia de cuchillos, medialunas, gubias y pequeñas hachas —todos con hojas desgastadas por la piedra de afilar— pendía de clavos sesgados hacia el techo. Arriba había diversas jaulas de alambre tejido, apiñadas en un gancho de carnicero sujeto en el marco del tragaluz, utilizadas para purgar caracoles durante días o meter vivos conejos, patos, gallinas o pavos; antes de la fascinante ceremonia mortal.
En el piso, porrones de barro colocados en unas jofainas del mismo material llenas de agua, conteniendo y conservando el líquido fresquísimo. En aquel recinto —en medio de una mezcla de los olores impregnados y superpuestos de todas las comidas que alguna vez se cocinaron, complementada con la atmósfera pringosa de vapores iluminados por los rayos intensos bajando del tragaluz, que parecían ondas opalescentes y sinuosas— a las nueve de la mañana de cada domingo, se instalaba el viejo. El abuelo Isidro, con corbata azul y camisa blanca arremangada pero impecable, delantal verde oliva —largo hasta las rodillas— manipulaba rápida, diestra y simultáneamente cuchillos, pava, cacerolas, especias, arroz, pescados, calamares, conejos, pollos o gallinas; ajo, pimientos y cebollas. Todo en un ritual dinámico, creativo y transformador de partes en todo, que el mago —con la misma velocidad— acompañaba devorando rodajas de pan con aceite de oliva y chorritos de vino tinto brotando desde el fino pico cónico del porrón de vidrio cascado. El líquido se estiraba sin interrupción, suspendido como un cordón elástico, a medida que mi abuelo —lentamente— iba separando el milimétrico orificio de su boca... hasta mantener el brazo en alto y totalmente extendido, culminando su destreza solemne: El vino era sorbido en el aire con la boca toda fruncida y sin derramar una sola gota. Sobre la mesada de mármol, la vieja radio con carcasa de madera —siempre encendida— roncaba unos tangos “picaditos”, acompañando con su compás el borboteo de las ollas. Entonces, esas intensas sesiones de alquimia gastronómica, eran acompañadas con el compás del ritmo tanguero, metido en el empeine del albirrojo artífice. Yo me sentaba en el banquito de madera y sentía. Sentía la luz envolvente; la cadencia armónica de la música y la sincronía del empeine; el chasquido del desuello; los aromas pegajosos; el crepitar alternado con el bombeo lento del caldo viscoso como lava opaca; los espasmódicos soplidos espesos de vapor —escapados de ollas y cazuelas, ferrosas y barrosas, bien tapadas—. Absolutamente embelesado…, todo aquello me penetraba bien hondo, hasta el alma.

2. Pronto descubrí que las tardes en el primer piso del Casal eran de timba corrida y aunque pocos centavos estaban en juego, mi abuelo llegaba temprano para prenderse apasionado a las cartas. Mientras yo, libre, deambulaba por depósitos, sótanos y altillos del amplio palacete con los dos hijos varones de la encargada, quienes tenían aproximadamente mi edad. En principio, recorríamos los iluminados pasillos familiares, hasta la zona llamada “el túnel”. Desde allí nos aventurábamos en la penumbra, para conocer algunos de los innumerables vericuetos, recovecos y lugares de un sector no utilizado —abandonado y derruido— del enorme castillo. Así descubríamos oscuros territorios y silenciosos rincones inexplorados, que en nuestra fantasía, parecían misteriosos, enigmáticos, secretos y en algún caso, tenebrosos —hasta el punto de provocar en nuestro ánimo un espanto muy real y contagioso—, antes de la prevista huida pavorosa y a toda velocidad, hacia la “zona segura”. Al anochecer de aquellos viernes, en el escenario del teatro —que contenía con acceso directo el edificio del Casal— se presentaba una juvenil orquesta típica, haciendo sus primeras experiencias con público. Sin cobrar entrada, los administradores organizaban una milonguita, sencilla y familiar. Para nosotros era fabuloso pues la actuación habilitaba, para el baile de los mayores, el gran salón —despojado de las sillas, guardadas en uno de los depósitos— y podíamos diversificar nuestras andanzas: corretear por los palcos que circundaban la pista, escurrirnos por los bastidores para conocer vestuarios y camarines, jugar a la escondida, escuchar la música y mirar a los intérpretes o la gente bailando. Un viernes lo descubrí. Allí estaba, bailando despacio, haciendo la pausa, caminando suave al compás, cara con cara y ojos entrecerrados. Era él, sí, pero en ese momento, era otro... otro hombre: emanando placer, cariño, pasión, sensualidad, gozo... sin sus anteojos con cristales redondos, con el rostro enrojecido y perlado de sudor; flotando armónicamente unido a una joven y bella pelirroja. Me quedé estupefacto, anonadado, sin reacción ante ese ser transfigurado —que veía espléndido y pleno—, irradiando la hermosura del disfrute profundo. Al rato de admirarlo, con una alegría interior que me paralizaba —después aprendí que era el éxtasis— reaccioné y continué depredando con mis amigos; hasta que una mano conocida palmeó mi cabeza. Giré y miré arriba. Era el abuelo Isidro; y estaba con ella. Esa mujer, en cuyo rostro se destacaban unas almohadillas ruborosas y redondas sobre los pómulos salientes, me contempló extendiendo una amplia sonrisa coralina y con las yemas de sus dedos largos acarició suave mi mejilla, besándome la frente de tal manera, que quedé cautivado por su belleza y dulzura. Fue la materialización de aquella imagen modelada en mis ensueños del Ángel de la Guarda, que tantas noches había dormido a mi lado. Escuché mi propia voz infantil, exclamar “¡Qué mujer linda!”. Luego de un instante, cruzó su mirada con mi abuelo y se despidió de él con un beso formal, mientras me tomaba del hombro con su mano grande, de piel ocre claro salpicada con pecas pardas y largas uñas escarlatas. Se inclinó y abrazó con calidez mi cuerpo atónito. Sentí un beso firme en el cachete y escuché confuso “¡Adiós Roberto!”. La miré perplejo, mientras se alejaba, taconeando garbosa en el piso de listones. Luego, sin saber qué hacer, busqué los ojos de mi abuelo. Sin los anteojos, los encontré más azules y brillantes. Arqueó las cejas interrogando: — ¿Vamos?.
Confundido, avergonzado y temiendo que con su visión invasora pudiera descubrir mis imágenes íntimas y leer mis pensamientos, bajé la vista y asentí con la cabeza. Volvimos con el viejo, caminando en silencio muchas cuadras, hasta que sin detenerse ni mirarme, sentenció:
— Tú y yo vamos a hacer un acuerdo. En casa serás mi ayudante de cocina y voy a enseñarte a preparar todas las comidas —se detuvo sujetándome del brazo. Sus ojos azulinos atravesaron los míos hasta el cerebro, serenamente continuó—:
— Al Casal vamos a seguir viniendo, pero ni una palabra a nadie de lo sabido por ambos. Es y será nuestro secreto, ¿estamos de acuerdo...?.
Yo no entendía qué pasaba, pero sospechaba. En mi imaginación una luz intensa delineó por instantes la silueta del viejo besándose con esa muchacha. Una mezcla de alivio y satisfacción me inundó y balbuceando contesté: — Sí, sí. Estamos de acuerdo... abuelo —y mientras tranquilizaba mi fantasía, animado, pregunté—:
— ¿Cómo se llama esa señorita?.
Respondió molesto: — Amanda.
Atrevido busqué el límite: — ¿Y cuántos años tiene?.
Retomando el paso largo y su máscara seca contestó, mirando al frente:
— Muchos menos que yo y algunos más que tú. Y ahora, camina y calla.
Ahora recuerdo que la nueva relación con el viejo enigmático fue mi primera experiencia vital, asumiendo un compromiso incondicional. También, el convenio permitió descubrir mi habilidad para los menesteres rudos de la cocina. Con el interés propio de esa edad, en la cual se desarman y rompen juguetes con pura y natural saña; aprendí nuevas destrezas para matar —sin otras herramientas que mis pequeñas y eficientes manos— aves y conejos.
A pesar de que fuimos al Casal muchos viernes, nunca pude evitar el borboteo interior cuando espiaba al abuelo Isidro desde la penumbra de los palcos, mientras disfrutaba abrazado con la bermeja dama.
Meses después —al ver aquella sonrisa coral entre los invitados del domingo, un hervor incontenible subió e inundó mi cara—. Me imaginé rojo como un ají maduro: Jamás hubiera imaginado ver a Amanda allí, en la propia casa de mis abuelos, pero claro, perteneciendo a la colectividad catalana podía ser una invitada más. Allí estaba, espléndida.
Debía mantener mi promesa con Isidro y necesitaba cambiar esa jeta para que nadie se diera cuenta. Corrí y encerré mi sonrojo en el baño. Después de mojarme la cabeza muchas veces con agua fría, mi rostro volvió a su color normal. Seco y peinado, volví a sentarme en el lugar que ocupaba los domingos, en una mesa aparte para los chicos. Comí expectante y con la mirada perdida. Recién en el momento de comer una gelatina frutada, sentí en el corazón el peso de una densa mirada, giré mi cabeza y el viejo con una leve sonrisa, me hizo un guiño. Miré hacia la rojiza cabellera de la señora: comía concentradamente. Con mi cuchara corté un gran trozo de gelatina, con rodajas de banana suspendidas en el sólido espacio transparente rubí... y rellené mi boca.
Creciendo con el paso del tiempo, mis diversas actividades estudiantiles y los nuevos amigos determinaron que las visitas a mis abuelos se redujeran al almuerzo dominguero. Pero Amanda no vino más a los almuerzos. Dejé de ir al Casal —que ya no tenía atractivos para mi adolescencia— pero siempre recordé aquel imaginario amor clandestino, apasionado e imposible, que al compás del tango, el vals y la milonga mostró, sólo para mí, una parte real del abuelo —desconocida para la mayoría—, más humana y cálida. Nunca más hablamos con el viejo sobre la oculta faceta afectiva de su carácter. Solamente cuando en cualquier ocasión y lugar, cruzábamos las miradas y él sonreía, aparecía el magnetismo del secreto que compartíamos. Yo guardaba mi fantasía de silencio. Imaginaba que así, me convertía en el nieto preferido, el mejor y tal vez, el más querido del abuelo. Pero quizás, preservando la magia de esa amistad cómplice, jamás pregunté. Aunque tiempo después, sin desearlo, casualmente supe. Durante las últimas vacaciones que pasé con la exasperante compañía de mis padres, en Mar del Plata y con veinte años de hijo único; al finalizar un almuerzo y en una conversación trivial sobre la evolución social femenina, mi madre Irma —quien se había casado con Alberto, segundo hijo de los abuelos Isidro y Antonia— me sorprendió cuando afirmó sencillamente que Amanda Llobregat había parido un hijo de Isidro y menor que yo, que ya tenía diez años: Ricardo Javier Gasset Llobregat. Los apellidos eran tan comunes que la mayoría de la gente no los relacionaba. En tanto que Irma relataba, mi padre Alberto —sin intervenir y divertido, analizaba mis reacciones—: — Era hora que lo supieras —susurró con franqueza, mientras fijaba su vista en mi copa, llena con vino tinto—. Agregó que mi abuela Antonia —víctima de las rígidas tradiciones sociales, que habían impuesto treinta años antes su casamiento sin amor con un desconocido— sufrida, resignada y obediente, debió aceptar una nueva ofensa a su dignidad por aquella infidelidad y sus consecuencias. Pero la abuela pícara y mansa —agitando la posibilidad de generar un escándalo con perjuicio seguro para Isidro, a partir de ese momento y conservando las apariencias sociales—, se convirtió en depositaria de todos los ahorros matrimoniales, que utilizó para viajar, varias veces y con estadías prolongadas, a Cataluña para visitar a sus parientes. Mi padre con una sonrisa sardónica, movió sus cejas repetidamente hacia arriba y abajo, en su silencio socarrón. Yo, turbado por el planteo, alcancé a balbucear:
— Mamá, esto es increíble... ¿pero, por qué me contaste?. Tomó mi mano, cariñosa: — Porque quiero que sepas la verdad. Yo quiero mucho a mi suegro Isidro y también a Amanda Llobregat. La conozco desde nuestra juventud, hemos sido y seguimos siendo muy amigas. Te aclaro que toda la historia sigue siendo reservada sólo para nuestra familia y deseo que no la divulgues, sobre todo por el chico, que a fin de cuentas es tu tío.
A pesar de mi asombro, ella completó su relato: mi tío Ricardo, durante diez años había crecido fuerte y sano, criado con amor y sin estrépito por su valerosa madre soltera. El parecido con su madre, sirvió para ocultar con mayor facilidad —para él y los demás— la identidad del padre. Amanda concurría al Casal con su hijo y participaban de las actividades, enfrentando la sospecha y envidia de muchas damas bien casadas, con varios hijos y sin orgasmo en su memoria. Nunca pudieron comprobar nada. La noticia narrada por Irma impresionó mi espíritu. Con mucho esfuerzo, dos cafés y saliva logré enmascarar con discreción mi sospecha confirmada. Estaba enardecido por la impunidad con que destruían mi fantasía preservada con fidelidad desde mi niñez. Por un atavismo que no reconocí en ese momento, callé, protegiendo mi vivencia secreta de la historia, delicadamente cuidada: ya que no podía castigar sus infidencias, no revelaría mi secreto. Terminado el acto de confesión, mi padre con un ademán pidió la adición al mozo y esperamos. Se hizo un silencio compacto, que pude aprovechar mientras miraba el mar por la ventana: superando mi rencor, transité durante unos momentos por la infancia de mi memoria y regresé con los gratos recuerdos, que avivaron mi curiosidad por ver nuevamente a esa mujer y conocer a Ricardo, ese niño, mi pariente.
Se acercaban los carnavales y, en aquella época, su celebración en el Casal era tradicional. Convencí a mis padres sorprendidos y fuimos a cenar allí, con mis abuelos. Ya en el restaurante, pedí discretamente a mi madre que buscara entre los comensales a Amanda y Ricardo. No estaban, para mi inquietud. Terminada la cena, los viejos compartieron la mesa entablando una formal conversación en catalán con otros “connacionales”. Se acercaron matrimonios de ancianos que —para mi opinión— con seguridad habían sido tradicionalmente infelices y otros más jóvenes; que mi presunción indicaba —en función de los rostros aburridos que exponían—, que comenzaban a serlo. Aproveché el movimiento de mesas, sillas y personas; para arrastrar a mi madre fuera del comedor, con la excusa de comprar antifaces y serpentinas. Fuimos a los festejos que la juventud realizaba en el teatro. Y allí los encontró: Madre e hijo eran un calco. Irma nos presentó. Fue un momento especial para mí. Naturalmente, encontré una Amanda distinta —desmejorada con relación a mi imagen idealizada— pero esbelta, lozana y atractiva, con un antifaz rojo de terciopelo en su mano y conservando su sonrisa coralina, complementada por la rojiza cabellera recogida. La besé con el cariño de un sobrino, en una de sus conservadas almohadillas. En realidad me interesaba Ricardo. Con ese chico —disfrazado de “Superman”— nos abrazamos y de inmediato, confianzudo, me provocó lanzando un puñado de papel picado al rostro y corrió. Por vergüenza no lo seguí —no me faltaban ganas de perseguirlo y hacerle comer su sucio papel picado—. Al volver de su correría Amanda lo “apichonó” debajo de su brazo y compasiva, pidió mis disculpas con sus ojos pardos y resolvió la incomodidad del momento proponiendo beber gaseosas. Acepté y, perdonando su travesura, con Ricardo fuimos a comprarlas al comedor. Luego los cuatro —madres e hijos— nos sentamos en las sillas de un palco desocupado. A pesar de mis intentos para conversar y conocer a ese chico inquieto, simpático y juguetón, no pude contenerlo. Sin embargo, me impresionó su actitud espontánea y desenvuelta. A instancias de Amanda, mostró su destreza y elegancia para bailar, dibujando sin música varias figuras, acompañado de su madre. El inicio bullicioso y atrapante del desfile de máscaras interrumpió nuestra reunión y diálogo. No me preocupó, ya que mi curiosidad había sido satisfecha: Superficialmente, ya lo había conocido. Para mi recuerdo fue un encuentro, breve e intenso, con el hijo del Ángel y mi abuelo.
Como no concurría al tradicional y monótono Casal periódicamente, Irma me actualizaba sobre la vida de todos, incluido Ricardo Javier. Desde su niñez Amanda le había enseñado a bailar tango —yo recordaba sus firuletes en el pasillo de los palcos—. Pasado un tiempo, el diestro adolescente y su madre —experimentada milonguera— habían conformado una pareja de baile, exitosa en exhibiciones y como profesores. Alguna vez estuve interesado por mejorar mi técnica e incorporar nuevos giros. Pedí a mi madre el teléfono de Amanda, pero otros asuntos hicieron posponer mi iniciativa y no los llamé.
3. Cuando Ricardo culminaba el último año del secundario —como varios de mis amigos universitarios más queridos— fue atrapado por el monstruo devorador de la dictadura. Todos secuestrados; nada más supimos...
Esa noche, en emergencia y afortunadamente, Irma y yo pudimos ayudar a Amanda, quien eludió por minutos a sus cazadores pero debió exiliarse de inmediato en Brasil, manteniendo en secreto —aún para nosotros—su paradero. Un año después mi abuelo murió de enfisema pulmonar, enfermedad que resistía sin afectarlo, desde varios años antes. Nadie habló. Todos sabíamos que se había entregado por la ausencia, irremediable y sin plazo, de su amada.
Con el retorno de la democracia, Amanda terminó su exilio. Desolada, con las marcas de las pérdidas, clavadas en el rostro envejecido —pero nutrida por el amor que vigorizaba su perseverancia y el coraje de mujer independiente— indagó, investigó y recorrió laberintos insólitos, buscando pistas de su hijo desaparecido. Hasta que un ex-secuestrado —residente en Galicia— en una reunión se refirió a un joven, con su misma suerte de liberado, a quien conocía por el apodo artístico: Javier. Lo describió pelirrojo, bailarín y profesor de tango, radicado en Madrid. Amanda sintió el canto de la esperanza en su corazón. De alguna manera tenía que viajar a Madrid, para confirmar su sueño quimérico. Pero días después, inmerso en la excitación de los preparativos —irónicamente—, ese enorme corazón desventurado no resistió el ansia de su alma. En su entierro, me comprometí a continuar su acción, buscando a mis compañeros queridos y a Ricardo con ellos.
Hoy, cuarenta años después, me atrevo a traicionar el pacto con el viejo —preservado de mis padres y amigos— y publicar la historia en esta conocida revista tanguera que llega a Madrid, con la esperanza de que Ricardo Javier Gasset Llobregat —si de él se trata— lea este mensaje y acepte mi invitación a encontrarnos de nuevo, ya que tengo mi afecto de buen sobrino para brindarle, muchas historias de su padre Isidro para contarle y aún conservo esperanzas de perfeccionar mi estilo tanguero...
Y a pesar de todo, en mi memoria viven las imágenes del viejo —catalán, milonguero y trampa— flotando, abrazado con su amada angelical.
Roberto Gasset.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 5.4
  • Votos: 25
  • Envios: 0
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