Busqueda Avanzada
Buscar en:
Título
Autor
Cuento
Ordenar por:
Mas reciente
Menos reciente
Título
Categoría:
Cuento
Categoría: Hechos Reales

Pecaríes

Como a las cinco de la tarde comencé a juntar lo necesario para ir a pescar: un morral, pan viejo para las mojarras, un buen sombrero de paja para soportar el sol de enero, y mucho ánimo y esperanza. Las cañas de pescar tenía que pedírselas a Doña Felicia Urgoite que, como vivía a unas cinco cuadras del monte de la laguna era la depositaria de los enseres de pesca de casi todos los vecinos. La gente iba a caballo hasta allí por sus cañas, sedales, boyas y anzuelos, que Doña Felicia guardaba en un galponcito de paja y terrón. Luego hacían el resto del camino a pie hasta la profunda laguna dejando los animales a la generosa sombra de un montecito de eucaliptos. Al retorno, que podía ser al otro día, devolvían las artes, le dejaban a la Doña algunos bagres o tarariras, ensillaban y de vuelta para sus casas.
Felicia Urgoite vivía con su hijo Vico, el menor de diez y famoso porque no siendo mudo muy pocos conocían su voz. Era una anciana voluminosa, alegre y generosa –pañuelo blanco en la cabeza- siempre vestida con ropa holgada y florida. Al verme llegar salió a recibirme mientras frotaba sus manos en el delantal –siempre estaba cocinando algo- y una nube de perros de todo pelo, color y tamaño caracoleaba ruidosa e intermitentemente en torno a ella y al caballo de la visita. La voz de la Doña era engolada y potente
-Buenas tardes mijito ¿vas pa la laguna?
¿Y a que otra cosa podía ir alguien por allí? A pesar que las inundaciones la tenían a mal traer la Doña seguía viviendo en ese lugar y yo sospechaba que era una manera de asegurarse muchas visitas de pescadores con quienes dialogar e intercambiar nuevas y regalos comestibles. Saludé, desensillé y reuní las cañas mientras Doña Felicia juntaba en una vieja bolsa de arpillera marrón unas bostas secas que me ofreció imperativa junto con unos pastelillos de dulce de membrillo envueltos muy prolijamente en un repasador blanco con guardas rojas
-¡Llevate estas bostas pa los mosquitos y unos pastelitos pa la nochecita!
Salí caminando con las cañas al hombro seguido inconstantemente por la caterva de perros, eso sí todos bien gordos, hasta la entrada al monte de la laguna. Luego de una cuadra llegué a uno de los pesqueros. La Laguna de la Reina era un lugar magnífico, umbrío y pleno de pájaros, con aguas claras, playas y buenos lugares de pesca. De contornos irregulares no era muy amplia y desde varios lugares se podía apreciar la otra orilla con gran nitidez. Era mi lugar favorito de pesca y más de una vez había pasado la noche cuando el pique del bagre era tardío. Elegido el pesquero, monté mi sencillo campamento y me dediqué a la pesca de las mojarras que, vivas, ponía en una lata de aceite casi llena de agua. Al atardecer, mientras disfrutaba de los dulces pastelillos, encarnaba con aquellas la caña mayor y un aparejo de fondo; entonces había que esperar los peces grandes que, más cautelosos, requerían silencio, paciencia y bastante fortuna. Tiempo después, cuando me disponía encender las bostas para hacer humo –el sol se estaba por poner- fue que los ví. El primero descendió lentamente por una breve pendiente hacía el agua, pequeño y sigiloso, oteaba a cada paso elevando el hocico blanquecino exponiendo el pecho marrón grisáceo cruzado por un collarete completamente blanco. El escaso viento y mi posición en la otra orilla no les permitieron apreciarme. Bebió rápidamente e hizo lugar a otro y otro hasta que la piara entera, incluyendo los jabatos, saciara la sed. Inmóvil, temiendo a cada instante espantarlos, observé aquel delicado ritual de agua de aquellos animales absolutamente salvajes y casi extintos.
Entrada la noche volví con mi único bagre a la casa de Doña Felicia que salió a recibirme con su gran farol a queroseno. Estaba alegre –como siempre- y de buena gana aceptó el pescado luego que le asegurara que en el morral había dos tarariras. Cuando estaba ensillando me dijo, manteniendo el farol a la altura de su cara
-¿Viste los jabalises?
Sorprendido en mi secreto, me dí vuelta, la miré a los ojos y le contesté
-Y usted Doña ¿cómo sabe?
-Tenés cara de haberlos visto. Yo sé....
Sonreí. Ella, que también sonreía, tenía cara de saber casi todo de sus visitantes y muy especialmente como asegurar su retorno.
Datos del Cuento
  • Autor: Tordo
  • Código: 5285
  • Fecha: 14-11-2003
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 4.95
  • Votos: 55
  • Envios: 1
  • Lecturas: 4190
  • Valoración:
  •  
Comentarios


Al añadir datos, entiendes y Aceptas las Condiciones de uso del Web y la Política de Privacidad para el uso del Web. Tu Ip es : 18.224.56.127

1 comentarios. Página 1 de 1
Isis Bobadilla
invitado-Isis Bobadilla 14-11-2003 00:00:00

Es reconfortante encontrar a quienes manejan la narrativa de atl forma, que a pesar de cotidiana es tan metafórica y deliciosa! Un manjar. Felicides por tu trabajo.

Tu cuenta
Boletin
Estadísticas
»Total Cuentos: 21.638
»Autores Activos: 155
»Total Comentarios: 11.741
»Total Votos: 908.509
»Total Envios 41.629
»Total Lecturas 55.582.033