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Peligrosa soledad

Trabajaba en una oficina oscura, bajo tierra, haciendo un trabajo que nadie valoraba; se pasaba todo el día ordenando documentos de no sabía quien y los ponía en grandes archivadores que ocupaban toda la sala. Allá dentro se percibían olores de cerrado y de humedad, ruidos imprecisos y, sobretodo, mucha soledad. Quizás por eso, era una persona tan seria que resultaba aburrida, tan discreta que a todos les parecía sosa, que despreciaba cualquier artilugio novedoso, seguramente por eso todo el mundo le rehuía.

Caminaba hacia casa, al salir del trabajo, cabizbajo, sin ánimo. ¿Si se atreviese? ¿Si fuera capaz de pedirlo? Pero, sería inútil, nadie le escucharía. ¡Deseaba tanto trabajar arriba! Los veía cuando llegaba y al marchar; hablaban, reían, se les veía contentos, pero a él, ni lo miraban. ¡Mañana!, se decía, ¡mañana lo haré!, pero hacía demasiado tiempo que la idea le rondaba por la cabeza y nunca había sido capaz de llevarla a cabo. Es preciso reconocer que siempre se había considerado muy poca cosa, y se creía incapaz de mantener ninguna conversación inteligente, probablemente por esto trabajaba en aquel sótano.

Aquel día llegó como cada día, pero se sentía distinto, no sabía decir qué había motivado aquel cambio. Quizás había sido el hecho de encontrarse con aquel compañero de escuela de quien todo el mundo se reía y que había conseguido la Dirección de una multinacional, o quizás aquel sueño tan extraño, en el cual no podía ver por culpa de una inmensa niebla que no le permitía avanzar. Seguro, que tenía que ver con su vida gris y triste. ¡Pero ahora ya no le importaba! Hoy era el primer día de una nueva vida, estaba convencido de ello.

Cuando llegó a la oficina se dirigió a la mesa de la secretaria del jefe y le dijo:
—Buenos días, señorita, por favor, quisiera hablar con el Sr. Fuster. — Lo dijo con parsimonia, para disimular la angustia que sentía, y para no ponerse a llorar, últimamente lo hacía muy a menudo.

—Lo siento, señor… Ahora mismo tiene mucho trabajo y no puede atenderle, en otro momento… quizás. Si desea hablar con él, es mejor que pida día y hora de visita —le dijo la secretaria sin apartar los ojos de la pantalla del ordenador.

No protestó, para qué si estaba seguro que de nada serviría. Bajó al sótano, se sentó en el suelo en un rincón de la habitación, apoyo los codos en las rodillas y hundió la cara entre las manos. Dentro de su cabeza se agolpaban los pensamientos. Se quedó quieto mucho rato, casi sin pestañear. Después de un par de horas, levantó la cabeza, en la cara se le adivinaba una ligera sonrisa irónica. Por fin había tomado una decisión, ¡nunca más olvidarían su nombre ni le hablarían sin mirarle a la cara! Lentamente se puso de pie y se dirigió hacia los archivadores.

Entonces empezó a vaciarlos; poco a poco fue apilando los documentos hasta tener unas cuantas pilas. Se las miró un rato, satisfecho de su decisión; cogió una caja de cerillas, encendió una y la lanzó sobre una de las pilas, después otra, hasta que provocó una gran hoguera.

Mientras veía el fuego los ojos se le iluminaban de alegría. Arriba oía gritos de espanto y gente que corría. ¡Por fin conseguiría que hablasen de él, ahora le conocerían!, pensaba mientras el fuego empezaba a quemarle los zapatos.
Datos del Cuento
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