Acurrucada al fondo de la cueva lamía sus heridas. Entre sus patas el conejo aún estaba tibio y el resto de la jauría la rodeaba esperando que compartiera la presa, pero ella se limitaba a mirarlos desafiante, ni siquiera se dignaba a gruñirles en advertencia. Predecibles, sumisos, sabían que debían esperar a que ella y su prole estuvieran satisfechas.
Olfateó el cadáver por centésima vez, el olor de la sangre se mezclaba con el de su piel traspirada excitándola. A su lado los cachorros se apretujaban inquietos y asustados, se apartó para dejarlos comer hasta hartarse.
Los había observado durante la cacería, astutos, fuertes, feroces. Aptos para sobrevivir y defenderse en un mundo que castigaba la debilidad con muerte.
Habían acechado durante horas la guarida, sin mover un músculo, hasta que el conejo estuvo lo suficientemente lejos de la entrada. Lo acorralaron con destreza. Ella solo tuvo que dar el tarascón final.
Nerviosa salió a la espesura desoyendo el llamado del macho Alpha. Ya no quería entregarse a los instintos. Estaba cansada de pelear, de cazar, de perseguir, de asesinar aunque fuera necesario para sobrevivir.
Se había cansado de escapar al fondo de la cueva cuando su corazón pedía a gritos paz y quietud pero sus labios estaban sedientos de sangre.
No miró atrás, había cumplido con su cometido y ya era tiempo de regresar al hogar.
Ella sabía lo que era, ¿para qué seguir debatiéndose entre dos mundos?
Lanzó el último aullido a la luna, curiosamente éste ya no le sonaba lastimero ni aquella parecía tan lejana.
En un terrible y doloroso esfuerzo, desplegó las alas que había ocultado bajo su piel por tanto tiempo y emprendió el vuelo.