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Pinocho vuelve a casa

Pinocho, ansioso de huir del país de los juegos y del fabricante de tambores, se dirigió nadando mar adentro, hasta quedar reducido a una insignificante manchita negra allá en el horizonte. Estaba tan contento de ser libre, que de vez en cuando sacaba las piernas del agua y las agitaba sobre la superficie como si se tratara de la cola de un delfín.

Nadó durante varias horas, sin importarle el rumbo. De pronto, vio algo muy extraño. De entre las olas emergía una roca de mármol blanco, y encima de ella una linda cabrita balaba mansamente y movía la cabeza muy excitada. Y lo que resultaba todavía más sorprendente: ¡el pelo de la cabra era azul! Pinocho comprendió que no se trataba de una cabra corriente, sino de su buena hada disfrazada, que una vez más acudía a rescatarle.

 

Su corazón comenzó a latir el doble de rápido que lo normal y se puso a nadar con todas sus fuerzas hacia la cabrita. Pero antes de haber cubierto la mitad de la distancia que le separaba de la roca de mármol, ¡una inmensa ballena salió del agua! Pinocho se sintió irremediablemente abocado a las fauces de la ballena, que lucían tres hileras de afilados dientes.

¡Figuraos el terror que sintió Pinocho! Intentó desesperadamente variar el rumbo, gimió pidiendo ayuda, y la cabra azul exclamó angustiada: —¡Nada deprisa, Pinocho! ¡Te va a atrapar la ballena!

¡Pero ya era demasiado tarde! Las enormes mandíbulas se cerraron en torno al muñeco, y todo se hizo oscuro para él. Pinocho sintió cómo se deslizaba por la garganta del gran cetáceo hacia su gigantesco estómago, y se desmayó.

Al recobrar el conocimiento, Pinocho se sintió terriblemente asustado. Todo estaba muy oscuro y silencioso. De vez en cuando sentía un ruido extraño, y grandes ráfagas de viento que le soplaban en la cara. ¡Era la respiración de la ballena! El pobre Pinocho, solo y perdido, gritó:

—¡Socorro! ¡Salvadme! Entonces surgió una voz cavernosa: —Nadie acudirá a salvarte. ¡Sólo te queda esperar a ser digerido!

—¿Quién eres? —tartamudeó Pinocho, temblando de miedo.

—Soy un atún, que he sido engullido por la ballena antes que tú. Pero yo no me lamento ni grito. Me considero afortunado de haber sido devorado por un pez en vez de por seres humanos.

—¡Pero es que yo no quiero que me devore nadie! —exclamó el muñeco—. ¡Quiero escapar! ¿Es muy grande esta ballena? ¿Dónde está la salida?

A solas con el atún, acaso Pinocho hubiera perdido toda esperanza, pero mientras hablaban vio una lucecita brillando a lo lejos y, tras despedirse del atún, comenzó a abrirse camino por el interior del cetáceo. Le llevó mucho rato llegar hasta la luz oscilante, mas cuando por fin la alcanzó, apenas daba crédito a lo que veían sus ojos: un viejecito, de largas barbas blancas, aparecía sentado junto a una mesa con una vela encendida metida en una botella.

¿Y quién diríais que era el viejo? Nada más y nada menos que Geppetto, el tallista, ¡el padre de Pinocho! El muñeco no cabía en sí de gozo.

—¡Oh, papá, papá, por fin te he encontrado, después de tanto tiempo!

Al ver la cara de asombro del anciano, no sabía si reír o llorar.

—¿Me estarán engañando mis viejos ojos? ¿Pero eres tú, Pinocho? Creí que te había perdido para siempre. —Y abrazó a su hijo como si no fuera a soltarlo nunca más—. Llevo dos años dentro de esta ballena, desde aquel maldito día en que zarpé en mi barquito. Cuando te vi en el acantilado haciéndome señas intenté regresar a la orilla, ¡pero las olas me lanzaron hacia la ballena!

—¿Pero cómo lograste sobrevivir?

—Durante aquella terrible tormenta, zozobró un barco mercante y la ballena se tragó el cargamento entero. Estos dos años he vivido de las provisiones del barco: carne en conserva, galletas, queso y azúcar. Hasta había unas botellas de vino. Pero ahora ya no me queda nada y ésta es la última vela.

Al oír aquello, Pinocho comprendió que debían escapar inmediatamente. Tomando la vela, condujo a su pobre padre hacia la oscuridad justamente por donde había venido. Una hora estuvieron recorriendo el vientre de la ballena hasta llegar a la boca del gran cetáceo. Al mirar a través de las hileras de dientes, vieron la luna y el cielo estrellado.

La ballena estaba sumida en un profundo sueño, con la boca abierta de par en par.

—¡Deprisa, papá, salgamos ahora!

Y con los ronquidos de la ballena resonando en sus oídos, treparon en silencio por su lengua, pasaron a través de sus afilados dientes y llegaron a su gigantesco labio.

 

Pinocho tomó entonces a Geppetto sobre sus hombros, se arrojó al agua y se alejó nadando. Él mar estaba en calma y la ballena seguía durmiendo.

Pinocho nadó durante varias horas con su padre a hombros porque no sabía nadar. Al amanecer, el muñeco se sintió cansado y no se veía rastro de tierra firme. De pronto, cuando apenas le quedaban fuerzas para seguir moviéndose, escuchó una voz conocida:

-No te desanimes. Dentro de un minuto estarás en tierra firme.

Era el atún. Mientras Pinocho y Geppetto se encaramaban a su lomo, les explicó que había seguido su ejemplo para escapar de la ballena mientras ésta roncaba.

Los terribles peligros habían cesado por fin. El atún les depositó sanos y salvos en una espaciosa playa y Pinocho le dio repetidas veces las gracias. Luego, el muñeco y su padre se dirigieron tierra adentro, en busca de comida y alojamiento.

 

Al poco rato encontraron a dos individuos que mendigaban junto al camino. Eran el zorro y el gato, que atravesaban una mala racha. El zorro continuaba cojo y el gato ciego.

—Querido Pinocho —se lamentó el zorro— ¡no le niegues una limosnita al necesitado!

—Querido muchacho —suplicó el gato— ¡socorre al anciano y al inválido!

Pinocho y Geppetto no atendieron los ruegos de los pérfidos compinches.

—Tenéis bien merecida vuestra suerte. ¡No volveréis a engañarme!

Y siguieron adelante. Un poco más abajo vieron una linda casita en medio de un campo. Se acercaron y llamaron a la puerta.

—Girad la llave y se abrirá la puerta —dijo una voz desde el interior.

Al entrar, ¡cuál no sería su sorpresa al encontrarse con Pepito Grillo subido a una viga!

-¡Querido Pepito Grillo, qué alegría de verte! —dijo Pinocho, inclinándose respetuosamente.

—Conque querido Pepito ¿eh? ¡No fue eso lo que dijiste al arrojarme el mazo! No tuviste compasión de mí, pero yo sí la tengo de ti. En adelante, recuerda esto: ¡merece la pena ser amable con la gente!

Y el grillo le contó a Pinocho que el día anterior le había sido regalada la casita por una linda cabra de pelo azul, quien se lamentaba de la triste suerte de un muñeco que había sido devorado por una ballena.

Profundamente conmovido, y resuelto a ser bueno, el muñeco ayudó a su fatigado padre a acostarse en un jergón, y salió en busca de un poco de leche. Un granjero que vivía cerca le ofreció una jarra, mas a cambio de que Pinocho sacara cien cubos de agua de su pozo.

—Hasta ahora tenía un borrico para esta tarea —dijo el granjero—. Lo compré ace unos meses en el mercado. Pero era un holgazán que siempre intentaba evadir sus obligaciones. Luego enfermó y ahora está en el establo, agonizando.

Pinocho se acercó corriendo para echar un vistazo y se llevó una sorpresa mayúscula. Allá, tendido sobre la paja, ¡estaba su viejo amigo Palillo! El infortunado borrico abrió última vez, lanzó un profundo y lastimero suspiro, y murió.

A partir de entonces, y a lo largo de varios meses, Pinocho trabajó diariamente de sol a sol para el granjero, a fin de adquirir leche para su padre y ganar unas monedas para atender a sus necesidades cotidianas. Aprendió a tejer
cestos con cañas y, siempre que podía, practicaba la lectura y la caligrafía. Trabajó tan duro que a ios seis meses había conseguido ahorrar cincuenta monedas. Así que un día se puso en camino hacia el mercado, para comprarse una camisa nueva.

Era un hermoso día. Brillaba el sol y los pájaros cantaban. El muñeco caminaba alegremente cuando vio a un gran caracol que le gritó:

—¡Pinocho! ¡Deténte!

Era el caracol del hada, ¡el mismo al que le había llevado tanto rato abrirle al muñeco la entrada de su casa la noche en que fue capturado por aquel pescador gigantesco y glotón!

—¡Querido caracol! ¿Qué haces tú aquí? ¿Sabes dónde está el hada?

—Ay Pinocho, la pobre hada está muy enferma en el hospital y seguramente morirá. No le queda dinero para comprar comida.

El muñeco sacó inmediatamente las cincuenta monedas de su bolsillo y se las entregó al caracol, diciendo:

—¡Toma, llévale en seguida este dinero al hada! No quiero la camisa nueva, me bastan estos harapos.

Sin más palabras, el caracol se alejó a gran velocidad, cosa insólita en él.

Pinocho regresó a la casita y se puso a pensar y a trabajar. Ahora tenía a dos personas a que alimentar: Geppetto y el hada. Estuvo haciendo cestos hasta la medianoche, luego se acostó en el jergón y se quedó profundamente dormido.

Mientras dormía, soñó que veía al hada. Estaba más bella que nunca. Ella le sonrió, le besó con ternura y dijo:

—Eres un buen chico, Pinocho.

Has estado trabajando duro para Geppetto y para mí. Te perdono tus anteriores travesuras y te prometo que, si sigues siendo bueno, serás feliz.

Con estas palabras, acabó el sueño y Pinocho se despertó sobresaltado.

¡Todo era diferente! ¡Pinocho comprendió de pronto que ya no era un muñeco! ¡Se había convertido en un chico de verdad, igualito a los demás! Y la casa en donde se hallaba volvía a ser su viejo y acogedor hogar. Podéis imaginaros lo contentísimo que estaba Pinocho. El hada había cumplido su promesa. ¡Por fin era un chico de verdad! Al ponerse unos pantalones nuevos, halló en el bolsillo una bolsa de cuero y una nota del hada que decía así: Gracias, Pinocho, por el préstamo de cincuenta monedas. ¡Y dentro de la bolsa había cincuenta monedas!
Loco de alegría, Pinocho corrió a la habitación contigua y halló a Geppetto trabajando en su banco de tallista. Todo estaba limpio y aseado, y los útiles de Geppetto relucientes.

—Este cambio favorable es obra tuya —dijo a su hijo, abrazándole— Cuando los chicos traviesos deciden enmendarse, parece como si la vida les sonriera. Fíjate en ese muñeco que hay ahí tirado ¿no te alegra saber que ya no eres así?

Pinocho miró hacia abajo y vio el destartalado juguete de madera, apoyado contra una silla con la cabeza ladeada y los brazos colgando torpemente. "Qué aspecto tan ridículo debía presentar yo", pensó. Luego se arrodilló y enderezó al muñeco, encantado de ser por fin un muchacho de carne y hueso.

 

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