“Y yo vi a las plantas crecer como animales”
Café Tacvba
El fruto estaba ahí, presumidamente maduro, brillante, y puesto como por él mismo sobre la mesa, con la vajilla de diario, el mantel que siempre usas, los únicos cubiertos que has abierto y limpiado una y otra vez en la noche cuando prefieres no pensar en nada y te gusta escuchar correr el agua. La mesa estaba como siempre, nada inusual, excepto en ese fruto, jugoso y recién cortado que no te dejaba, aunque se lo pidieras, dejarlo de ver. Tanto así que no volteaste a ver el resto de tú casa. Hiciste memoria para revisar, asegurarte de que no habías comido en todo el día, porque, aunque no tenías hambre buscabas una excusa para sentarte a comer ese fruto. Sentarte por primera vez sin estar pensando que vas a hacer después, ni en las cosas que hiciste o dejaste de hacer antes, sino sentarte ahora pensando en la comida.
Así que lo hiciste, te sentaste, te acomodaste, revisas que no falte nada. Aunque no hay agua, sabes que no hace falta, porque la comida no la necesita. Tomas el tenedor y después el cuchillo, conciente del momento y con un poco de orgullo te das un último minuto de expectativa. Un suspiro por supuesto. Lo picas, lo cortas y descubres que por dentro era justo como querías, con el tiempo necesario y sin detenerte en más, no lo comes, lo disfrutas, y justo al acabar de tragar el último bocado, satisfecha de que no haya nada en el plato, empiezas a sentir un terrible dolor. No cabes en ti pero te estas comprimiendo, alcanzas a voltear a la ventana y la descubres abierta, y te das cuenta de que alguien entró a tu casa como todas las imágenes, entrando ahora por tu ventana y sabes que estaba en la misma situación que tu, que ya estaba muy lejos del dolor pero te fascinaba. Te subes a la mesa y quedas en la misma posición que el fruto, con el mismo brillo y la misma presunción, viendo entrar a alguien por la puerta que se te queda mirando muy fijamente sin fijarse en nada más.