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Plasma, el fantasma

Aquella noche, Plasma, el fantasma, salió por primera vez a recorrer los pasillos del castillo. Plasma no tenía experiencia, era un fantasma novato. Había heredado aquel ruinoso castillo de su tío Ernesto, el espectro. Un espectro andrajoso, birrioso, mugroso, ¡menos mal que se veía borroso!

Plasma, por el contrario, era un fantasma muy presumido. Pero su tío Ernesto, el espectro, no le había dejado ropa decente en el armario. Así que vestía una simple sábana blanca. ¡Estaba muy inquieto! ¡Era su primera noche de trabajo! Plasma, el fantasma, sujetaba en la mano un candil y arrastraba una bola de hierro sujeta a su tobillo por una cadena, ¡esa era su condena!

De pronto, se quedó pálido. Pálido debajo de la sábana. Al fondo de la galería había una niña. ¡Qué nervios! Iba a dar su primer susto y quería que le saliera perfecto. Plasma retrocedió hasta detrás de la esquina. Se atusó la sábana, sacó lustre a su bola y su grillete, hizo gárgaras y entrenó un poco la voz:

-DO, RE, MI, FA, SOL, LA, SI, DOOOOOOO….

Cuando estuvo preparado, respiró hondo y comenzó a caminar por la galería, ululando, levantando los brazos, arrastrando sus cadenas, poniendo cara de fantasma malo (aunque no se le veía porque estaba debajo de la sábana).

La niña le vio acercarse, pero no se le movió ni un pelo del tirabuzón. Estaba claro que Plasma, el fantasma, no le daba ningún miedo. Plasma estaba avergonzado, abochornado, desconcertado…

-¡¡ATCHIS!!

¡Y constipado! Se sonó los mocos con el pico de la sábana. Davinia, la niña, le miraba con desdén.

-¡No asustarías ni a un ratón! ¡Lárgate de aquí, principiante! -le gritó, muy repelente.

Plasma, el fantasma, no pudo aguantarse más. Como fantasma novato estaba muy agobiado, así que estalló en lágrimas. Lloró tanto y tan fuerte que, a los pocos minutos, su sábana flotaba sobre un charco de lágrimas en el suelo.

Davinia, la niña, recogió la sábana y se la dio a la doncella de la lavandería. A Plasma lo sumergieron en agua ardiendo, lo llenaron de jabón, lo restregaron por la tabla de lavar y lo aclararon con agua helada. Por si aquello fuera poco, lo retorcieron para escurrirlo. ¡Qué paliza! Luego lo colgaron de una cuerda a pleno sol, entre unos pololos y unos calzones. ¡Qué deshonra!

Al día siguiente, la doncella recogió de la cuerda a Plasma, el fantasma. Lo almidonó, lo perfumó y lo planchó. No le dejó ni una sola arruga. ¡Quién diría que tenía 1.200 años!

Plasma, el fantasma recorrió aquella noche de nuevo los pasillos del castillo. Subió a las almenas, bajó a las mazmorras, descubrió pasadizos secretos y ocultas escaleras de caracol. Se sentía hermoso, lustroso, pomposo… tanto que pensó que ya no pegaba en aquel ruinoso castillo. Así que, colgó un cartel del portón levadizo, un anuncio que decía: “Se necesita fantasma”. Y así, sin nada de equipaje, se mudó al lujoso palacio donde vivía su amiga Fátima, el ánima. Que, por cierto, le dijo que se quedara con ella eternamente porque estaba muy, pero que muy, guapo.

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