En una conocida aldea al sur de la ciudad vivía un niño llamado Gregorio, el cual a sus cinco años de edad, ya mostraba cierta inclinación a las labores del campo. Gregorio era capaz de diferenciar una guayaba de una parchita, una calabaza de un melón, y hasta los limones de las naranjas pequeñas; pero había un pequeño problema que Gregorio no había podido superar, y era precisamente el de diferenciar los plátanos de los cambures, más difícil se le hacía la tarea, si consideramos que su papá cultivaba cambures de gran tamaño y a veces plátanos pequeños.
En no pocas ocasiones su mamá lo mandaba a buscar en los cajones del patio plátanos para los tostones de la cena, y Gregorio en un acto de confusión le llevaba inmensos cambures. Otras veces al solicitarle cambures para el postre del almuerzo, Gregorio inocentemente le llevaba plátanos maduros.
Fueron tantos los contratiempos que tuvo Gregorio por ésta falta de pericia, que los plátanos y cambures, queriendo ayudarlo, establecieron un plan a ejecutar cada vez que el niño fuera a buscarlos en el patio.
Los cambures se quedaban inmóviles, mientras los plátanos tiraban con fuerza de sus extremos, logrando arquear su cuerpo, de manera que su forma curvada sirviera de orientación al pequeño Gregorio a fin de que pudiera diferenciar ambos frutos.
Así pues, que gracias a ésta pequeña diferencia, Gregorio pudo exitosamente distinguir los plátanos y los cambures y ya nunca volvió a confundirse, aunque debo decir que en escasas ocasiones, algunos cambures para echarle broma al niño, curvaban su cuerpo como lo hacían los plátanos para confundir a Gregorio y evitar que los sacara del cajón a la hora del postre.