Corría el año 45 antes de Jesucristo.

La noticia de tres nuevos atentados zelotas en Judea, más salvajes que de costumbre, y la incapacidad de las Autoridades Romanas para dar con los culpables llegó a oídos de Cayo Julio César.
El dictador, harto de que los hebreos se burlaran del Imperio de ese modo, decidió acabar con el problema de una vez por todas.

La cuestíón no era acabar con los terroristas, pues cuando éstos ya no estuvieran otros ocuparían su lugar.
¿Entonces cómo dar fin a los continuos ataques que sufrían los romanos de Judea?.
La respuesta era muy sencilla: exterminando a todo el pueblo de Israel.

Al día siguiente el propio Julio César, de su puño y letra, redactó una carta para el Gobernador de Judea, Herodes el Grande.
En la misiva comunicaba la orden de asesinar, en el plazo de sesenta días, a todos los habitantes, hombres, mujeres y niños, que hubieran nacido en la región.
Un emisario escoltado por un nutrido grupo de legionarios salió del palacio imperial.
Irían a Ostia, y allí tomarían un barco.

Pero esto nunca ocurrió.
Muy cerca de la villa costera, el emisario y sus escoltas fueron sorprendidos por varios soldados, encabezados por Bruto, el hijo adoptivo del emperador, que enterado por boca de éste del inhumano plan que iba a poner en práctica, no dudó ni un momento en desbaratarlo.

Considerando que si les obligaban a volver a Roma podían escabullirse y emprender el viaje o simplemente denunciarlos, Bruto ordenó a los soldados que les dieran muerte.
Luego cogió la carta y la hizo pedazos.

Un año después, cuando las discrepancias hacia la política de César que desembocarían en la conspiración final comenzaban a producirse, Bruto habló a Cicerón y a los otros del fallido plan del emperador.
Esto sería uno de los detonantes del idus de marzo.