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El doctor Walter mira por la ventana la caída de la tarde y ve como las sombras se hacen cada vez más largas e indefinidas. Sabe que le queda poco tiempo, pues tardó demasiado en decidirse. Ahora deberá hacer una carrera contra la noche que avanza lenta pero inexorable. Debió tomar una decisión drástica: o se marchaba con el alma marchita y vencida o finalmente se cobraba venganza por la muerte de su querida hija Ana, aunque deba pagar con su propia vida. Para ello debió vencer su eterna cobardía en un desesperado intento por serenar su espíritu.
Cuando uno de los criados encontró el cuerpito de la niña apenas adolescente, violada y con el cuello roto entre el monte que circunda la hacienda, sintió que él también de a poco comenzaba a morirse. Todavía sentía en sus labios aquel beso gélido y postrero sobre la frente de Ana.
Walter, tras la muerte de su joven mujer, solo y con su hija Ana de apenas nueve años, decidió alejarse de la ciudad yendo a vivir a una casona de la familia en plena campiña tratando de darle a la niña más seguridad y dedicarle más de su precioso tiempo que los negocios en la ciudad le habían arrebatado. Mientras tanto él se dedicaría a lo que realmente disfrutaba hacer: escribir. Tenía varias ideas esperando y una incansable imaginación a la que por fin le podría dar rienda suelta.
Walter es un hombre de unos cincuenta años, menudo e inquieto, Después de la pérdida de su esposa, vencido y con cierto cansancio moral por un siglo XX que se venía con guerras, pestes, destrucción y sobre todo mucha mediocridad a la que un hombre culto como él le costaba adaptarse. Él siempre prefirió caminar por el borde del mundo de los sueños, que lastiman menos, acarician más y de los que de ser necesario, siempre se puede escapar.
Finalmente tomó la decisión. Delegó la administración de los negocios de su familia y en el campo trató de comenzar con su hija una vida nueva y feliz. Pero al tiempo de establecerse, la soledad y la velocidad de su genio fueron produciendo algunos cambios en su conducta.
Ignoraba a su hija, apenas adolescente, que deambulaba todo el día sin rumbo dentro de la finca sobre una yegua blanca que su padre le había regalado. Encerrado en su dolor el hombre se refugió en sus propias fantasías comenzando a beber. Luego dejó de afeitarse y dejó su pelo largo y desprolijo, lo que agigantaba más la creencia general de que se estaba volviendo loco.
-o-
Walter rompió la copa contra el piso, fue a su habitación y tomó del cajón de su mesa de luz un crucifijo con cadena de plata que fuera obsequio de su mujer. La besó con devoción y la colgó de su cuello, se persignó y comenzó a rezar en voz alta transpirando copiosamente, pero no el sudor cálido producto del esfuerzo, si no ese frío producido por el temor, los nervios y esa eterna cobardía que casi siempre sobrepasa su fuerza de voluntad. Volvió a mirar por la ventana como las sombras “reptaban” alargándose.
Finalmente y de forma espasmódica tomó la gran decisión. Fue casi corriendo hasta el leñero del hogar, revolvió hasta encontrar un tronco de madera dura y rojiza de unos cincuenta cm. de largo y no muy grueso. Luego se encaminó a la cocina que estaba vacía pues el personal de la finca ya se había retirado y sobre la tabla de cortar carne, con una hachuela de trozar pollos comenzó a sacarle punta para hacer una estaca. Cada golpe se multiplica por mil en la soledad de la casa y se va expandiendo por la campiña adormecida. Cada tanto mira por la ventana calculando cuanto tiempo falta para que llegue la noche, mientras se limpia la transpiración de la frente con una de sus mangas. Se aflojó el corbatín de lazo del cuello para respirar mejor. Luego se quitó la chaqueta sintiendo el frío de la camisa pegada a la espalda por el sudor. Cuando la punta de la estaca estuvo terminada, salió por la puerta mosquitera y cruzó el patio casi corriendo hasta las caballerizas entre el chillido y aleteo de los patos y gallinas que le dejan el paso huyendo desesperados. En el granero, en un carro viejo y desvencijado encontró una caja de herramientas, buscó entre ellas hasta encontrar una maza lo bastante grande para dar un buen golpe. Encendió un farol a kerosén que había colgado de una viga y corrió nuevamente por el patio entre el graznido y el revolotear de las aves de corral.
Ya era la media tarde cuando comenzó a transitar en subida el camino hacia la cima donde se encontraba el enorme caserón de madera de dos plantas. En el pasado había pertenecido a una familia importante que la había abandonado hacía muchos años escapando de una peste. Nunca se supo más de ellos, ni siquiera si habían sobrevivido pues no volvieron más. La enorme estancia abandonada se convirtió así en un criadero de ratas y murciélagos.
La casona está en la cima a unos doscientos metros y a cincuenta metros sobre nivel, su aspecto es fantasmal y se destaca sobre el cielo opaco de la tarde. Lo sorprende a si mismo su valentía, de la que no se sabía capaz. Debía ser la temeridad de los cobardes, que como las ratas, al encontrarse cercadas atacan jugándose el resto.
Los goznes de la puerta chirriaron anunciando su presencia. Debió empujar fuerte y con todo su cuerpo para abrirla. La luz del farol apenas alumbra la penumbra por el vidrio muy ahumado. Intentó levantar la mecha pero ya estaba al máximo. Apenas abrió la puerta, al ruido de arrastre lo siguió un silencio profundo y latente como si miles de ojos lo estuviesen observando. De pronto el aire pareció ponerse en movimiento, una gran cantidad de murciélagos comenzaron a volar en círculos sobre su cabeza. Walter se frenó aterrado cerrando los ojos por miedo a que lo choquen, pero finalmente se recompuso y avanzó sintiendo en el sudor de su cara el viento que produce el batir de cientos de alas.
Pero él buscaba el premio mayor, el que seguramente estaría en el sótano. ¡Al fin se verían las caras! Por las ventanas y algunas hendijas grandes que había entre las maderas resecas de la construcción, notó que la luz diurna ya casi se extinguía. ¡Debía hacerlo ya!
Estaba claro que si no llegaba a matarlo antes de cerrarse la noche, sería él quien moriría disecado sin una sola gota de sangre en las venas. De pronto sintió que sus pasos sonaban a hueco, dedujo que estaba caminando sobre el techo del sótano, se agachó para aprovechar mejor la débil luz del farol buscando barrer con el pié la puerta cubierta por el polvo. Buscaba una argolla grande que sirviera para jalar y abrir. Pero no lo logró. Debió dejar a un costado el farol, la estaca y el martillo para poder arrodillarse y usar las dos manos. A pesar de la gran capa de polvillo que la cubría al fin dio con ella, pero al intentar abrirla pareció estar sellada al borde. No bien la pudo mover pareció “eructar” un rancio olor a humedad y encierro que el instinto le hizo cerrarla nuevamente. Se recompuso de a poco y finalmente la abrió haciendo palanca con la estaca. Pero al abrirla no soportó su peso y la puerta cayó sobre el reverso produciendo un gran estruendo sobre el piso de madera. El polvo casi llegó hasta el techo entre el revolotear asustado de los murciélagos y la estampida de las ratas pasando entre sus pies. Intentó huir, pero estaba paralizado. Finalmente se recompuso, tomó de nuevo los elementos que había dejado a un costado e intentó bajar la escalera peldaño a peldaño, retirando asqueado con la estaca y el codo las telas de araña que parecen querer aferrarse a su cara tirándolo para atrás. Los escalones están resbaladizos y flojos, producto de la humedad ambiente que habrían absorbido durante tantos años. El sótano parece profundo y muy amplio, apenas si recibe un poco de luz de unas claraboyas pegadas al techo con los vidrios rotos. En la penumbra se pueden apreciar algunas herramientas, carretillas barriles y sobre todo muchas botellas cubiertas de polvo.
Siente (o presiente) el chillido y el movimiento de las ratas dando vueltas entre sus pies, tal vez desorientadas por ver a un extraño en sus dominios, no baja el farol tratando de ignorarlas y evitar un poco el miedo y la repulsión que siente por ellas.
¡De pronto lo ve! ¡Ahí está! ¡En el rincón más oscuro! Es un enorme ataúd de roble lustrado subido a una antigua mesa polvorienta. Es el único objeto con brillo y color entre todo el gris que lo rodea, señal de que ha tenido actividad últimamente. Walter mira el féretro que parece destacado por un haz de luz invisible. Siente un escalofrío al pensar que está ante el “Señor de las Tinieblas” y su cabello parece crisparse de terror.
Avanza temeroso hacia él, tropieza con algo blando, tal vez una rata y cae de rodillas pero el instinto lo mantiene con su torso erguido manteniendo en alto el farol en una mano y en la otra la maza y la estaca. Un par de ratas se suben por su pierna entre la botamanga y las aleja desesperado, pateando el aire y a golpes de estaca. Rápidamente se pone de pié y respira profundo tratando de buscar aire para tranquilizarse, tiene poco equilibrio pero no se atreve a apoyarse en nada por asco y temor a la mordida de ratas. Trata de respirar por la boca para no sentir el olor húmedo y fétido del ambiente. Apoya el farol en un sobrante de la mesa, hace lo mismo con la maza y la estaca y comienza a buscar con sus manos temblorosas el cierre del ataúd. Finalmente lo encuentra. Acaricia el crucifijo que lleva colgado del cuello para darse ánimo y reza un Padre Nuestro mientras con las uñas de las dos manos comienza a levantar lentamente la tapa que está fría como si fuera de metal.
¡Ahí está!, hermoso, con sus rasgos finos y delicados, la piel blanca como empolvada, sus cabellos renegridos y peinados hacia atrás, con las patillas y parte del pelo entrecano que le nace en punta desde la frente. Viste un impecable esmoquin negro, camisa y corbatín blancos y tiene sus manos cruzadas sobre el pecho en una actitud de paz y relax. Walter por un momento duda, le cuesta creer que esa figura tan maravillosa y carismática sea capaz de tanta crueldad, pero piensa en su hija y le vuelve el rencor, entonces apoya decidido la punta de la estaca contra su pecho y descarga sobre ella un mazazo tan fuerte como el odio acumulado durante tanto tiempo. La madera penetra casi sin resistencia, hasta que se oye el ruido de la punta contra el fondo del cajón.
Quietud. Pasan unos segundos o minutos y nada perturba el silencio del ambiente. Todo parece haber entrado en un estado de nirvana. El fracaso envuelve a Walter que vencido deja caer la maza. Tal vez lo de la estaca de madera era solo un cuento inventado por algún escritor borracho.
¡¡De pronto el monstruo cobra vida lanzando un grito estertóreo y paralizante!! Abre los ojos inyectados de sangre que casi se salen de sus órbitas, los pelos entrecanos se ponen de punta, la boca perfecta muestra ahora unos colmillos largos y amenazadores. Levanta el torso para saltar fuera del cajón pero no lo consigue. Uno dos, tres veces intenta enganchar sus piernas en el borde sin conseguirlo. Una de sus manos, blanca y helada, se apoya sobre la de Walter que todavía mantiene firme la estaca intentando quitarla en un último intento de supervivencia. Hace un nuevo intento por retirarla pero no lo consigue, entonces intenta con la otra mano agarrar a Walter por el cuello pero aferra el crucifijo y entonces se siente un chirrido y olor a carne quemada en la palma de su mano, vuelve a dar un grito desesperado revolcándose en la mortaja hasta casi darla vuelta y comienza a descomponerse en cenizas. En unos segundos queda su ropa vacía y el olor a azufre se hace insoportable.
Es demasiado para Walter, siente un fuerte dolor en el brazo izquierdo y una terrible opresión en el pecho, hasta que finalmente le estalla el corazón. Cae sobre la mesa llevándose consigo el farol a kerosén al piso y el fuego comienza a expandirse entre la desesperación de las ratas que chillan escapando y los murciélagos que buscan una salida de aquel infierno.
-o-
Cuando los vecinos de la comarca vieron el incendio en la cima, algunos se acercaron a caballo y otros en carros portando baldes para ayudar, pero arriba no había agua para combatir el fuego. Entonces se resignaron mirando la enorme hoguera, aunque también un tanto aliviados. La casa era espeluznante y corrían muchas leyendas y anécdotas sobre la misma. En general les inspiraba mucho miedo. Algunos daban una vuelta enorme antes que pasar por su frente, así que el incendio traía también un poco de liberación a la comarca. La noche profunda hace las llamas más fuertes y altas devorando enseguida la construcción de madera reseca.
Al otro día los criados y empleados de Walter recorren el lugar todavía humeante. Algunos curiosos se acercaron y otros siguieron cuchicheando toda la noche sin dormir inventando historias sobre la casona. En realidad, era tan poco lo que pasaba en ese patio alejado del mundo que el incendio era todo un acontecimiento social. Cuando removieron los escombros todavía humeantes, reconocieron el cuerpo carbonizado de Walter por el crucifijo de plata que siempre llevaba al cuello. El ama de llaves comentó acongojada: si seguro que es el cuerpo del señor Walter. Era un buen hombre pero nunca pudo superar la muerte de su hijita a manos de un degenerado. Poco a poco se volvió loco y en su tontera ¿A que no saben a quién culpaba.
- ¿A quien...?
¡¡A Drácula!!
Una carcajada nerviosa rubricó las palabras del ama de llaves. Nadie advirtió que al mencionar el nombre, por unos instantes, una ráfaga de viento, como un suspiro profundo sacudió las cenizas...
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