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Prometeo

Cielo y tierra habían sido creados; el mar se mecía en sus orillas y en su seno jugueteaban los peces; en el aire cantaban, aladas, las aves; pululaban en el suelo los animales. Pero faltaba aún la criatura en cuyo cuerpo pudiera dignamente morar el espíritu y dominar desde allí todo el mundo terreno. Apareció entonces en la Tierra Prometeo, vástago de la vieja estirpe de los dioses que Zeus destronara, hijo de Japeto, que lo era de Urano, nacido de la Tierra, dotado de gran ingenio. Bien sabía éste que en el suelo dormitaba la semilla del Cielo; por eso tomó arcilla, la humedeció con agua del río, la amasó y modeló con ella un ser a imagen de los dioses, señores del Mundo. Para animar este amasijo obra de sus manos, pidió a las almas de todos los animales cualidades, buenas y malas, y las encerró en el pecho del hombre. Entre los Olímpicos tenía una amiga, Atenea, diosa de la sabiduría, quien, admirada de la obra del hijo del Titán, infundió en la figura semianimada el espíritu, el hálito divino.

Así nacieron los primeros hombres, y no tardaron en multiplicarse y llenar la Tierra. Durante largo tiempo, sin embargo, no supieron cómo servirse de sus nobles miembros y de la divina chispa que recibieran. Miraban en vano, sin ver; oían sin oír. Vagaban como fantasmas, sin poder ayudarse de lo creado. Desconocían el arte de excavar las piedras y trabajarlas, de cocer ladrillos con barro, con los troncos caídos del bosque tallar maderos, y con todas estas cosas construirse viviendas. Pululaban bajo el suelo, en cavernas donde jamás penetraba el sol, como inquietas hormigas. No conocían las señales seguras anunciadoras del invierno, de la primavera con sus flores, del verano con su riqueza de frutos. Cuanto hacían era sin plan ni concierto.

Y he aquí que en Prometeo se despertó el interés por sus criaturas. Les enseñó a observar la salida y la puesta de los astros, las inició en el arte de contar, en el de la escritura; les enseñó a reducir a los animales al yugo y a utilizarlos como compañeros de trabajo; acostumbró los corceles a la brida y al carro, inventó barcas y velas para navegar. Se preocupó igualmente de los demás aspectos de la vida de los humanos. Antes no sabían éstos emplear remedios en sus enfermedades, desconocían los ungüentos que mitigan el dolor y no practicaban para cada dolencia una dieta apropiada; por falta de medicinas, los pacientes sucumbían miserablemente. Por eso, Prometeo les enseñó a mezclar medicamentos con que combatir toda suerte de enfermedades. Les enseñó luego el arte de la predicción, revelándoles los significados de señales y sueños, del vuelo de las aves y de los aruspicios. Además, les hizo dirigir la mirada al interior de la tierra y descubrir así los minerales metálicos: el hierro, la plata y el oro. En una palabra, les inició en todos los regalos y las artes de la existencia.

No hacía mucho que reinaba en el Cielo, junto con sus hijos, Zeus, que había destronado a su padre Cronos y a la antigua raza de dioses de la que también descendía Prometeo.

Y he aquí que los nuevos dioses fijaron su atención en el linaje de hombres que acababa de nacer. Le exigieron les rindiera homenaje, a cambio de la protección que pensaban dispensarle. Se celebró en Mekone (Sición), Grecia, ura asamblea de mortales e inmortales, y en ella se estipularon los derechos y deberes de los hombres. Como abogado de sus humanas criaturas se presentó en la asamblea Prometeo, con objeto de velar para que los dioses no impusiesen excesivas cargas a los mortales en pago de la protección otorgada. Pero su listeza incitó al hijo de los Titanes a engañar a los dioses. En nombre de sus criaturas sacrificó un gran toro, del cual los Olímpicos debían escoger la parte que desearan. Una vez despedazado, había hecho dos montones con el cuerpo del animal propiciatorio: de un lado puso la carne y las entrañas, con abundante grasa, atado todo ello en la piel del animal, y puso el estómago encima; del otro lado colocó los huesos mondos, envueltos hábilmente en el sebo de la víctima. Y este montón era el más voluminoso. Pero Zeus, el padre de los dioses, el omnisciente, vio el engaño y dijo: «Hijo de Japeto, rey ilustre, buen amigo, ¡qué desiguales has hecho las partes!». Creyó entonces Prometeo haberle engañado y, sonriendo para sus adentros, dijo: «Ilustre Zeus, el más grande de los dioses eternos, escoge la parte que el corazón en tu pecho te aconseje». Zeus sintió la indignación en su alma, pero cogió adrede con ambas manos el blanco sebo y, habiéndolo apretado y viendo los pelados huesos, simuló que hasta aquel momento no se daba cuenta de la superchería e, irritado, exclamó: «¡Bien veo, amigo Japetónida, que no has olvidado todavía el arte del fraude!»

Resolvió Zeus vengarse de Prometeo por su engaño, y negó a los mortales el último don que necesitaban para alcanzar la plena civilización: el fuego. Más, también aquí supo componérselas el astuto hijo de Japeto. Cogiendo el largo tallo del jugoso hinojo gigante, se acercó con él al carro del Sol que pasaba y prendió fuego a la planta. Provisto de aquella antorcha bajó a la Tierra y pronto la primera hoguera flameó hacia el Cielo. Fue el Tonante quien más se sintió dolido en el fondo del alma, cuando divisó a lo lejos el resplandor del fuego elevándose de entre los hombres. Inmediatamente, y para reemplazar el uso del fuego, que no podía ya arrebatar a los mortales, ideó para ellos un nuevo mal: Hefesto, dios del fuego, famoso por sus habilidades, formaría la estatua de una hermosa doncella. La propia Atenea que, celosa de Prometeo, se había trocado en su enemiga, echó sobre la imagen una vestidura blanca y reluciente, le aplicó sobre el rostro un velo que la virgen mantenía separado con las manos, la coronó de frescas flores y la ciñó el talle con un cinturón de oro, artística obra que Hefesto ofrendara también a su padre, adornada maravillosamente con policromas figuras de animales. Hermes, el mensajero de los dioses, otorgaría el habla a la bella imagen, y Afrodita le daría todo su encanto amoroso. De este modo Zeus, bajo la apariencia de un bien, había creado un engañoso mal, al que llamó Pandora, es decir, la omnidotada; pues cada uno de los Inmortales había conferido a la doncella algún nefasto obsequio para los hombres. Condujo entonces a la virgen a la Tierra, donde los mortales vagaban mezclados con los dioses, y unos y otros se pasmaron ante la figura incomparable. Pero ella se dirigió hacia Epimeteo, el ingenio hermano de Prometeo, llevándole el regalo de Zeus. En vano aquél había advertido a su hermano que nunca aceptase un obsequio venido del olímpico Zeus, para no ocasionar con ello un daño a los hombres; debía rechazarlo inmediatamente. Epimeteo se olvido de aquellas palabras, acogió gozoso a la hermosa doncella y no se dio cuenta del mal hasta que ya lo tuvo. Pues hasta entonces las familias de los hombres, aconsejadas por su hermano, habían vivido libres del mal, no sujetos a un trabajo gravoso, exentos de la torturante enfermedad. Pero la mujer llevaba en las manos su regalo, una gran caja provista de una tapadera. Apenas llegada junto a Epimeteo abrió la tapa y en seguida volaron del recipiente innumerables males que se desparramaron por la Tierra con la velocidad del rayo. Oculto en el fondo de la caja hahia un único bien: la esperanza; pero, siguiendo el consejo del padre de los dioses, Pandora dejó caer la cubierta antes de que aquélla pudiera echar a volar, encerrándola para siempre en el arca. Entretanto, la desgracia llenaba, bajo todas las formas, tierra, mar y aire. Las enfermedades se deslizaban día y noche por entre los humanos, solapadas y silenciosas, pues Zeus no les había dado la voz. Un tropel de fiebres sitiaba la Tierra, y la muerte, antes remisa en sorprender a los hombres, precipitó su paso.

Después, Zeus dirigió su venganza contra Prometeo. Entregó al culpable a Hefesto y sus criados, Cratos y Bia (la coerción y la violencia), quienes hubieron de arrastrarle a las soledades de Escitia, y allí, sobre un espantoso precipicio, encadenarle con cadenas indestructibles al muro de roca del Cáucaso. Hefesto cumplió con desgano el mandato de su padre, pues amaba en el hijo de los Titanes al consanguíneo descendiente de su abuelo Urano, a un vastago de los dioses de tan alta alcurnia como Zeus. Con palabras llenas de piedad y bajo los improperios de sus brutales servidores, mandó a estos a que efectuaran el cruel trabajo.

Y así hubo de permanecer Prometeo suspendido de la desolada peña, de pie, insomne, sin nunca poder doblar la cansada rodilla. «Exhalarás muchas inútiles quejas y suspiros —le díjo Hefesto—, pues la voluntad de Zeus es inexorable, y todos aquellos que llevan poco tiempo disfrutando de un poder usurpado son duros de corazón». En realidad, el tormento del cautivo debía durar eternamente, o por lo menos treinta mil años. Aunque suspirando y quejándose a voces, aunque llamando, como testigos de su dolor, a los vientos y a los ríos, a las fuentes y a las olas del mar, a la madre Tierra y a los astros del Zodíaco que todo lo ven, su. ánimo no se doblegó. «Debe soportar la decisión del Destino —dijo— todo aquel que sabe comprender la fuerza invencible ce la necesidad». Tampoco se dejó mover por las amenazas de Zeus a descifrar la oscura profecía de que un nuevo lazo matrimonial depararía al soberano de los dioses la perdición y la caída. Zeus cumplió su palabra: envió al prisionero un águila que, huésped diario, se nutría de su hígado, el cual, consumido, se regeneraba constantemente. Aquel tormento no habría de cesar hasta que se presentase un redentor que, aceptando voluntariamente la muerte, se aviniese en cierto modo a reemplazarle.

Finalmente llegó para el infeliz el día de la liberación. Después de haber permanecido por espacio de siglos suspendido de la roca y sufriendo torturas espantosas, acertó a pasar Hércules camino de las Hespérides y en busca de sus manzanas. Al ver colgando en el Cáucaso al nieto de los dioses y con la esperanza de poder aprovecharse de su buen consejo, se apiadó de su destino al ver cómo el águila, posada sobre las rodillas de Prometeo, devoraba el hígado del infeliz. Dejando entonces la maza y la piel de león, tendió su arco y disparó la flecha, ahuyentando al ave cruel de la entraña del atormentado. Acto seguido desató sus ligaduras y se alejó con el redimido. No obstante, para que se cumpliese la condición del rey de los dioses, puso en su lugar al centauro Quirón, quien se declaró presto a morir en aquel sitio, pues que antes era inmortal. Mas para que no quedase incumplida la sentencia de Zeus, que condenaba a Prometeo a permanecer desterrado en la roca durante un tiempo mucho más prolongado, tuvo éste que llevar en adelante un anillo de hierro en pie que, se encontraba una piedrecita arrancada de las peñas del Cáucaso. De este modo, Zeus pudo jactarse de continuar teniendo a su enemigo cautivo a la montaña.

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