Cuenta la historia, de dos jóvenes soñadores equivocamente situados en una sociedad que les era esquiva. Ahí estaban ellos, perdidos en medio de una putrefacta atmósfera, de la cuál les era imposible arrancar el más mísero fruto maduro. En su camino, sólo había frutas verdes o podridas, pero no era todo tan esquivo, ya que encontraban ciertos placeres que les hacían el avío.
La música, su música, ello les permitía evadirse de la indeseable realidad cotidiana; ocasionalmente añadían a la música una pizca de hierbas soñadoras, que les ayudaban a hacer más placentero aquel momento.
Si a todo esto, añadimos su absoluta falta de voluntad por tan siquiera buscar algo que verdaderamente les complaciese, nos encontramos ante un claro ejemplo de: jóvenes adolescentes autofrustrados sin posibilidad de pócima existente, en este, nuestro agotado planeta azul a punto de inundarse por los polos. Habría que referirse a su completo inconformismo con todo aquello que se les presenta, prefieren vagar por el camino del olvido, a enfrentarse a aquellas reacciones que su sucio cuerpo, emana ante cualquier estímulo femenino, que les produzca el mínimo rubor en sus rostros salpicados por el virus de la edad. Tan solo podemos pararnos a pensar, que sus desviadas vidas serán corregidas, o no, mediante lo que vulgarmente llamaremos placer producido por un elemento externo a el individuo afortunadamente perteneciente al sexo opuesto.
Me atrevería a finalizar este absurdo tratado confiando en que la desdicha de estos jóvenes cambiará; no dicen aquellos arrugados, incomprendidos, apestosos y gruñones sabios, escritores de tratados serios, no como este, “que el tiempo todo lo cura...”
En fin, solo esperemos que estos jóvenes mantengan la cordura necesaria, y que sean menos webones y con la ayuda del implacable destino, tornen rumbo a tierra firme y dejen de nadar por el ya, absolutamente contaminado, desierto e inhabitado mar del que son únicos residentes.