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Mostraste interés por mis cosas. Me sentí bienvenido. Podía notar tu afecto. Se podría decir que tal vez me querías. Seguramente alguna noche hasta llegase a formar parte de tus sueños.
En los primeros encuentros ofreciste con entusiasmo la mejor de tus versiones. Y realmente era buena. Abrías buscando mi conversación los temas más inteligentes. Me preguntabas por todo y escuchabas con atención puntos de vista nuevos. Me hacías partícipe de tus asuntos esperando mi parecer. En tu vida hacía falta algo distinto y fui yo.

Pero el tiempo se ocupó de que poco a poco ya no preguntases nada. El tiempo me incorporó a tu vida como alguien afectuosamente rutinario. El tiempo, el mayor delator de las imposturas, hizo su trabajo lento y constante para poner a cada cual en su propios hechos.

No leías todo lo que decías leer. No te movían siempre las inquietudes que decías sentir. Y no te gustaban tanto como creíste mis discos favoritos. Simplemente querías quererme.

Ahora nos iremos viendo con frecuencia y seguirá siendo algo amable. Hasta que un día cualquiera me despida de tí sin motivo aparente y una sorpresa retrate en tu cara el estupor de no comprender lo que ha ocurrido.
Ese día no podrás creerte que un tipo tan coherente como yo sea capaz de actuar de esa manera.
Me preguntarás qué pasó y yo diré que nada, que estoy cansado.
Tú ya no querrás volver a creer en nadie y yo tampoco.

El mundo sigue siendo un viejo castillo en el que todos somos un poco fantasmas.
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