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QUIZÁ VENGAMOS DE MUY LEJOS

Me sentaba frente a Ti
mientras mis manos pulsaban el sistro
y la resonancia de sus anillas
acercaba nuestros corazones al misterio.
La Tau dibujaba en el aire purificado
la forma mística del Himno.
Otros oraban con palabras
mientras yo me bañaba en tus ojos
rasgados por el kohol.

¡Oh, Thot! Sólo el hijo de Osiris
podía tener tal belleza.
Tu cara es más brillante
que el mismo disco de Ra.
Mi corazón recuerda sin cesar
Tu Nombre impronunciable.

Siguiendo el ciclo de las metamorfosis
he recorrido los reinos de Duat
y las extensas regiones del Amenti.
Reposé en los Campos de Valú
donde la paz florece como el césped
y en el divino delta del Nilo
-donde crece la flor del papiro-
entre lotos de mil colores
mi alma añoraba tu forma física.

¡Oh, Thot! Sólo el hijo de Osiris
podía tener tal belleza.
Tu cara es más brillante
que el mismo disco de Ra.
Mi corazón recuerda sin cesar
Tu Nombre impronunciable.

Oí que te llamaban del cenit, del nadir,
desde oriente y occidente,
y Tú cruzabas libre el umbral de la vida y de la muerte
para repartirte como suave brisa entre todos los hombres
y aligerar la carga de su ignorancia.
Se te dieron entre los vivos distintos nombres,
se cantaron tus hazañas en todas las historias,
el mito y la leyenda empiezan y acaban en ti.

¡Oh, Thot! Sólo el hijo de Osiris
podía tener tal belleza.
Tu cara es más brillante
que el mismo disco de Ra.
Mi corazón recuerda sin cesar
Tu Nombre impronunciable.


*****


No tengo ni la más ligera idea, de veras. Será que esto del cambio de milenio me está afectando a mí también; o que la particular conjunción de los astros propició la resonancia, la bóveda acústica adecuada para que la cuerda más escondida de mi arpa se decidiera a vibrar sin saber yo quién la pulsaba. Será que la noche acentuó el influjo de la luna; o que el vino de la cena, de exquisita cosecha, abandonó en mi cerebro vapores sutiles, capaces de mudar mi conciencia del plano que habitualmente la alberga.

No tengo ni la menor idea de qué demonios me pasaba anoche, ni de por qué insté a mi marido a que fuera a acostarse antes que yo para poder quedarme a solas con el blanco del papel y rasgarlo como una posesa. Traspasada por retazos furtivos de una memoria arcana; una entidad de piel adentro descongelándose, pujando por rebullir tras un largo letargo.

Al despertar esta mañana, me abalancé sobre la cuartilla herida en negro por mi pluma. (Soy muy tradicional para ciertas lides. En este caso, no por querencia o atavismo, sino por un mero sentido práctico; pues soy persona ocupada en distintos y distanciados quehaceres -demasiados seguramente- y no puedo permitirme el lujo de sentarme las horas muertas frente a un teclado de ordenador esperando que se me ocurra algo que escribir. No obstante, aun careciendo de la parafernalia del profesional, comparto en amplia medida su dialéctica de desesperación y entusiasmo, de tensión y desahogo, de preñados silencios y estallidos de expresión. Acarreo mi pluma favorita por doquiera que voy y desfallezco con ella en las esquinas de mis tareas cotidianas, a la sombra de mis reflexiones, a la grupa de mis sueños.) Reconocí los rasgos, la peculiar sintaxis de las frases. La letra clara y limpia –más redondeada de lo habitual-, esforzada en ser entendida, degustada al ser escrita. Encabezando estas líneas, he reproducido fielmente, sin modificar un punto ni un espacio, el ¿cántico? que brotó diferente e inesperado –mitad complaciendo, mitad asombrando- a la que he vuelto a ser tras la alborada.

Sí, por un lado, aprecio satisfactoria la edificación poética de esta especie de salmo, celebro la elección de las palabras, en concordancia con mi vocabulario; por el otro, su procedencia y contenido me resultan inquietantes. Me explico:

Mi infancia discurrió por una cuidada avenida, sus dos seguras aceras fueron un colegio de monjas y un hogar familiar arraigado en las ‘buenas costumbres’ de la época. Procurar a los hijos una educación de pago, aunque supusiera algún que otro sacrificio, significaba ponerlos a salvo de un montón de peligros tales como la influencia perniciosa de ‘los chicos de la calle’, o los toscos modales de las clases sociales menos favorecidas. Crecí a resguardo de la realidad –si es que existe algo que pueda ser llamado así-, el mundo era como me lo contaban, mis ojos escrutaban el horizonte de mis interrogantes a través de las interpretaciones de aquellas mujeres que se tapaban de pies a cabeza sin que a mí me extrañara en absoluto. Decían que estaban casadas con Dios y, de oírlas, me entraban a mí ganas de realizar el mismo matrimonio en cuanto fuera mayor, pues parecíame bastante ventajoso. Claro que esto sólo me pasaba al principio, cuando era muy pequeña muy pequeña; enseguida, comencé a montar sobre las suyas mis propias especulaciones y, con la edad, le encontré el gusto a dudar de sus certezas y a renegar de sus dogmas. Pero eso no viene al caso ahora.

La cuestión es que semejante ambiente propició un tempranísimo encuentro con la tradición judeocristiana, con sus escrituras y sus profetas, con el catecismo de la iglesia romana y la narración de las hazañas y vidas ejemplares de santos, vírgenes y mártires. De noche, a oscuras en mi habitación, imaginaba mil y un tormentos que, recibidos en nombre de la fe, proporcionaban mayor gozo que dolor. Me adentré en los rituales católicos con la natural curiosidad de la niñez, acrecentada por las expectativas de un carácter excesivamente impresionable. Expectativas que irían tornándose desencantos cuando, al abrir una tras otra las sagradas cáscaras, fui descubriendo vacuidades empolvadas que desprendían un intenso olor a rancio; sensaciones bien lejanas al éxtasis, o trascendencia de lo corpóreo, que anunciaban sus carcasas.

Con todo, conservo una huella indeleble de la lectura, parsimoniosa y repetida, que hice y me hicieron de los evangelistas. Lo que de aquel nazareno narraron sus coetáneos me calaba hasta los huesos. Las escasas muestras de adoración de que fue objeto mientras vivió me hacían estremecer. El pasaje en que la Magdalena derrama sobre sus pies una fragancia, un aceite perfumado de nardo, demasiado caro para el gusto de los murmuradores; y Jesús, mostrándose complacido, pone fin a los comentarios: “A los pobres siempre los tendréis cercanos, mas mi tiempo entre vosotros está contado”. Al cabo de veinte siglos, se me derretía el corazón mientras acudía a mi cabeza la imagen de la cajita de alabastro en la que María transportó la rica esencia; mis lágrimas parecían caer para unirse a las de aquella mujer y rociar la divina causa de la huella magistral que mi anhelo rastreaba; mis cabellos mezclábanse con los de ella por enjugar esa lluvia hecha de rendición, perfume y llanto. Y me quedaba, no sé, suspendida de un hilo de comprensión, más allá de cualquier lógica; sobrecogida al vislumbrar la dicha y el privilegio que habría de suponer hallarse en presencia de un ser semejante, que su existencia coincidiera con la tuya en la misma coordenada del espacio-tiempo.

Lo que estoy tratando de decir es que la cortina que separa mi yo intelectual, o como quiera llamársele
(el ego que atiende a un nombre y unos apellidos, el que es ‘hijo de’, ‘hermano de’, estudió en tal sitio, trabaja en tal otro, siente esto por Fulanito y aquello por Menganito, el que duda y el que medra, el que juzga, el que cuestiona y sentencia),
de esa otra parte que no sé cómo nombrar y de la que ignoro casi todo
(un mudo clamor en las entrañas: “Recuerda –me increpa- ¡reconóceme!”),
no fue anoche la primera vez que se descorrió. Y eso me inquieta, sí, porque no concibo que el sentido de esta brecha pueda clausurarse en unos cuantos versos, por bellos que éstos parezcan. No creo que constituyan barrotes de una prisión, sino la pista de despegue para un enigma que está reclamando alas.

Ni siquiera me interesa descubrir si la hartura que me provoca lo que me rodea es causa o consecuencia de la sed que va creciendo en el centro de mi pecho. Me aburre, no me sacia, lo que mis ojos ven, lo que escuchan mis oídos, ni lo que palpo, huelo o gusto; como tampoco me satisfacen mis sueños ni mis actos; mi raciocinio está cansado de elaborar filigranas que giran y giran sobre su ombligo fantasmagórico y ya ni se encabrita cuando el tiempo, en su lento y justiciero torbellino, derriba sus enrevesados entramados.

Ahora presiento que esta desazón es una flecha certera, una bomba de relojería colocada en los mismísimos cimientos de los hábitos y rutinas tras lo que he venido parapetándome, a refugio de mi propia ignorancia. “Lo que acontece fuera del alcance de mis presupuestos es el caos”, adoctrinaba mi mente. “Articula un universo a la medida de mis conclusiones y no te arriesgues inútilmente dando pasos sin contar conmigo.” Pero la insatisfacción es un arma poderosa, un guía testarudo y astuto, a quien no logran acallar imposturas o engaños.

Parece que ha llegado el momento de asomar el hocico por la puerta de mi ratonera, y husmear.


*****


Yano – No lo dirás en serio.

Yosí – Completamente.

Yano - Pero es demasiado absurdo, con lo bien que se está aquí, abandonar esta
plenitud, cambiar esta conciencia uniforme por el tumultuoso vaivén de un planeta loco.

Yosí – No negarás que tiene uno de los aspectos más simpáticos de la galaxia.

Yano – Desde luego, es todo un espectáculo. Pero, según te vas acercando, su amenidad
se torna peligrosa y su asombrosa variedad de formas y colores se convierte en un intrincado laberinto del que no todos consiguen regresar.

Yosí – A mí me vas a contar.

Yano – Es por refrescarte la memoria, porque da la impresión de que se te han olvidado
las mil y una vicisitudes que tuviste que pasar durante tu última visita: que no te acordaste de por qué habías ido allí hasta cinco minutos antes de palmarla.

Yosí – Estás hablando como un humano, pero no lo eres. De tanto observarlos, reflejas
sus modos como un espejo, pero no los comprendes. Merece la pena, ya ves tú,
es una aventura intensa y hermosa. Aun las existencias más ciegas, tienen
atisbos de reconocimiento, destellos de su colosal fortuna.

Yano - ¿Llamas fortuna a caer atrapado en la telaraña de consecuencias que acarrean las
acciones inconscientes? ¿Llamas, acaso, fortuna a desperdiciar tan
evolucionados sentidos llevando sus riendas desde el carro de las más bajas
pasiones, subyugados por un instinto primitivo y desfasado, propio de razas
intermedias menos cualificadas para...?

Yosí – Vale ya, no te esfuerces. Llamo fortuna al tesoro que los humanos descubren en
sus corazones cuando el viento sopla sobre los velos que los ocultan y los
descorre; a la gratitud que experimentan cuando se deciden a desenvolver el
dulcísimo caramelo de la vida ya paladearlo con deleite. Llamo fortuna, más que
a nada, a conocer materializados los labios de los que fluye el soplo misericorde,
y a aprender, tras su dueño, el significado del amor, que es como decir el
significado de todas las cosas.

Yano – Tú y tus cuentos de hadas. Te has contagiado de la fantasía de esos seres
atolondrados.

Yosí - ¡Oh, no! No se trata de ninguna fantasía. Ocupar uno de sus cuerpos es como
vestir traje de gala en el Gran Baile de la Creación; sentir que el Príncipe ha reservado la pieza más hermosa para sacarte a danzar con él: tienes la respuesta en tus manos. La elección no es tan difícil, pues la música, de una exquisitez inmaculada, está sonando sin cesar; los comensales son atendidos al detalle; y la ornamentación del salón es sencillamente perfecta. Nada fuera de sitio. Ningún ‘pero’ que objetar al Anfitrión.

Yano – Rodeado de invitados que no saben que lo son, que dedican su estancia en tan
cuidado aposento al altercado y al pillaje –¡ilusos!-. Amontonado pretendidas
pertenencias que jamás podrán llevarse a ninguna parte. Revolviéndolo todo,
deteriorándolo. Molestándose los unos a los otros. Batallando -¡indómitos
papanatas!- por capturar y poseer lo que fue hecho para aceptar y degustar.

Yosí – Sabes de sobra que ese juego de sombras, ese oleaje de apariencias, no afecta a
la columna vertebral de la historia. Que cuando uno conoce el tronco, no tiene dudas acerca de la naturaleza de las ramas. Que el Anfitrión no abandona la fiesta y que su amabilidad es tan real como incansable: de su mano, podría uno montar en todas las atracciones de la feria y no perderse entre el gentío; de su mano, podría uno contemplar los atardeceres más bellos y cruzar las noches sin temores. Sin embargo, cuando uno está de su mano, no hay paisaje que le atraiga si no es el de su sonrisa, ni fulgor alguno en el firmamento que le interese si no es el del brillo de sus ojos. ¿Entiendes? Es una historia de amor.

Yano – Entiendo que no sería mal asunto si fuera posible negociar las condiciones, si
los términos de la invitación quedaran delimitados de antemano, si no fuera
preciso asumir el riesgo de contraer penosas enfermedades, de derrochar el
capital con el que se te provee (un hipo en la eternidad, un guión entre la fecha
de llegada y la de partida) en la servidumbre a la confusión, perdido entre el
acierto y el error, sin más perspectiva que la de la casualidad. Si, al menos, se te
garantizara un nacimiento digno, sin taras ni malformaciones genéticas, sin
hambre ni catástrofes que te obliguen a consagrar tu empeño a la lucha por
conservar tu aliento.

Yosí – Que no, que no, que el aliento es una dádiva, no una conquista. Que no hay que
alcanzar, sino destapar. Además, basta ya de argumentaciones. Yo digo “sí”
asomado a la baranda de la incertidumbre y lo que siento es confianza, no
recelos. Yo soy ese “sí” sin condiciones. Soy un grito de anhelo: un suspiro que
recorre las celestes curvaturas de la bóveda infinita.

Voz – Bien, Yosí. Vamos allá.

Yosí - ¿Eres tú, Amado? Pero... ¿dónde se ha metido Yano?, ¿no era él con quien estaba
hablando?

Anfitrión – Mira que eres calamidad. ¿Todavía no sabes que la oscuridad se va cuando
enciendes la luz?

Yosí – Sí, soy un cabeza de chorlito que nunca acaba de aprenderse la lección. ¿Querrás
enseñármela de nuevo?

Anfitrión – La leerás en ti mismo, como siempre. Yo te diré cómo. Pero volvamos a
Yano, pues tener presente lo que con él te ha acontecido te dará, una vez
encarnado, la clave para ir a mi encuentro: tu afirmación hizo que él se
desvaneciera. En el preciso instante en que aceptaste lo que eres, reparaste en mi
presencia. Aunque yo no voy ni vengo, sino que continuamente permanezco a tu
lado. Tú y yo somos una sola cosa, sin embargo sombras como la de Yano
obnubilan este conocimiento. La conciencia de lo irreal no cohabita con la de lo
real, mas tampoco puede impedir que lo que es siga siendo. Conserva tu sed de
mí a través del nacimiento y de la muerte, ya que ella será tu brújula y tu
talismán. Recuerda que la realidad es la respuesta anterior a todas las preguntas.
Aliméntate del fruto del árbol de la sabiduría y no lo confundas con el de la
ciencia del bien y del mal. En fin, todo va a marchar estupendamente.

Yosí – Sin duda, Maestro.

Anfitrión – Entonces, ¿preparado?

Yosí – Sí, Maestro.

Anfitrión – Adelante. Disfrútalo.


*****


Tengo el nerviosismo habitual en lo preliminares de un viaje –y mira que llevo unos cuantos a la espalda- salvo que en éste no sé qué equipaje he de preparar, ni si necesitaré algún visado o incluso alguna vacuna, no sé mi punto de destino y, por no saber, no sé siquiera si existe o no existe el trayecto, o el medio de transporte adecuado para conducirme adonde narices sea que quiero ir. ¡Diantre, menudo lío me estoy armando!

Estoy desconcertada, lo reconozco. Mi pie izquierdo se hace señas con el derecho, porque ninguno de los dos se atreve a romper el fuego y ser el primero. Me da la impresión de que en esta ocasión no me va a servir de mucho el dinerito que he ido juntando en el banco. Como tampoco creo que pueda ayudarme en este trance el coche nuevo, ni el cariño de mis hijos, ni la fidelidad de mi perro, ni los cientos de libros que he devorado con insaciable curiosidad, ni las tertulias de la tele que tanto me acompañan en la sobremesa. Todos esos datos que el cerebro ha computado, clasificados en sus pertinentes ficheros, acrisolados los posteriores por los anteriores, y todas las teorías que con ellos he levantado, no me han ayudado a quitarme de encima esta molesta sensación de que me estoy perdiendo algo. ¿Cómo, entonces, voy a pretender que me acompañen hasta el otro lado de sus márgenes? Inútil pedir peras al olmo.

Tal vez no se pueda vivir cada día con la frescura del primero y la intensidad del último, pero estoy harta de comportarme como si fuera un ordenador con patas. Cada mañana me da más pereza pulsar el interruptor de puesta en marcha para cumplir fielmente con la programación de los ‘tengo que’ y ‘debo hacer’.

No sé qué fue lo que me ocurrió anoche, pero esa fisura que me permitió entrever algo, que no quiero nombrar, instalado en mis adentros desde antes de que me empezaran a contar todos los cuentos; esa grieta mínima que me dejó sentir una corriente cálida, apaciguadora, cierta; esa abertura por la que una parte de mí teme ser desenmascarada y la otra espera ser liberada, ha llegado a ser mi punto de mira, mi atisbo de esperanza.

Y es mi sed, al no ceder ante fotografías de fuentes y manantiales, al no saciarse con descripciones minuciosas de hombres que bebieron, ni con asombrosas especulaciones de los que nunca lo hicieron, la que me anima a tomar partido: “Permite que el velo caiga. No te arredres cuando la cortina se descorra. Tú decides”.

Mientras la escucho, comprendo que ella ha de ser mi guía y mi transporte. La inquietud deja de serlo para convertirse en anhelo.

Acaso esta vez todo funcione sin que yo tenga que hacer nada más que decir: sí, quiero.

Acaso para que el río fluya a encontrarse con su océano no sea preciso que mis manos lo empujen.

Acaso mi única posición posible sea la de estar bien alerta para darme cuenta de que la calabaza es una carroza.

Acaso el Príncipe esté aguardándome.

Acaso no tenga por qué conformarme con menos.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.39
  • Votos: 70
  • Envios: 1
  • Lecturas: 9685
  • Valoración:
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