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Qué tiempos aquellos...

¡Qué tiempos aquellos...¡

Es bonito recordar el pasado, más cuando aquél fue distinto en formas y en cierto grado mejor al actual. A pesar de mi escasa edad –apenas rebaso los 40-, me gusta y prefiero más el tiempo que pasó, el tiempo de mi infancia; al que vivo ahora, incluso con la tecnología que nos arrolla, no lo cambio en lo personal, por lo transcurrido “ayer”.
Cuán lejos quedaron los días en que la gente en la temporada de verano podíamos dormir en el patio o porche de la casa, ya sea porque no se contaba con un aparato acondicionador de aire, que era lo más probable o porque simple y sencillamente era del gusto general hacerlo. Yo recuerdo que en el patio de mi casa, muy amplio y limpio sobre todo, se hacía un tenderete de catres a todo lo largo y ancho del mismo. Para amainar un poco el sofocante calor, mojábamos o para que no se oiga tan feo, rociábamos las sábanas con un poco de agua e inmediatamente la tendíamos para sentir lo fresco del momento.
Poco antes de conciliar el sueño –el cual llegaba por la madrugada-, la plática era obligada entre los mayores y no faltaba la intromisión de algunos de mis hermanos o incluso, yo mismo. En esas charlas pre-oníricas, no faltaban los comentarios del día: que si fulano se portó mal; que si mangano no quiso ir a la tienda; que si zutano no se quiso bañar, en fin, eran cosas banales; pero acostumbradas en una familia de esos tiempos.
Siguiendo con mis recuerdos inolvidables, había ocasiones, en que mi padre, guitarra en mano, entonaba canciones de tiempos aún más lejanos, quizá de ahí nació mi predilección y gusto por la música bonita, la música real y romántica de antes. Canciones como “Sólo Dios”, “Luna de octubre”, Corazón”, “Contigo” y otras muchas más por nombrar solamente algunas, fueron siempre de mi agrado. Hoy en día forman parte de la discografía personal.
Yo recuerdo que siempre fui muy temeroso. Dormía ante la égida mirada de mi abuela paterna y eso me reconfortaba. Como nosotros vivíamos a la falda del monumento a Juárez, y el patio de que les hablo colinda con esa parte del “cerro” como lo conocemos más, le temía a las sombras de la estatua del Benemérito de las Américas, mismas que producía la Luna hermosamente brillante de esos meses terriblemente calientes, y que mi mente de niño, reproducía en demonios y mil fantasmas brotados del miedo y la afiebrada imaginación.
Es posible que no me crean, pero la puerta principal de la casa, permanecía abierta de para en par. Y no había el peligro de que se introdujera algún malandrín o ratero porque Guaymas era como un pueblo familiar. Si en estos tiempos se intenta, no digo dormir con la puerta abierta, tan sólo en el portal de la casa, esa sola situación entraña un verdadero peligro.
Antes de pasar a la cama, sobre el fogón siempre ardiendo, un comal fabricado con la parte superior de algún tibor de 200 litros, servía para hacer las mejores tortillas de harina, esas sí caseras, bajo la mano experta de mi madre y abuela, y no faltaba desde luego el plato caliente de frijoles recién hechos en esa “cocinita” de mi infancia. Apenas iban saliendo del comal, y no las dejábamos llegar a la servilleta: en el aire las pescábamos. qué buen sabor tenían.
Casi en el fondo del terreno, había un tocón de un pino derribado por cuestiones de seguridad (las raíces se estaban metiendo en los cimientos de la casa principal y amenazaban con tumbarla) y sobre él, un molino manual, que servía para convertir en diminutos granos infinitos, el café que momentos antes había tostado mi abuela. Qué bonito huele a la redonda cuando se está tostando el grano y se le agrega el azúcar. Confieso que a mí no me gustaba molerlo, porque era muy tedioso. Tres o hasta cuatro veces pasarlo por la rueda del molino. Ah, pero después de pasado por la talega, qué sabroso sabía. De preferencia se consumía por las tardes.
Rememorar esos momentos, traen un poco de nostalgia a mi persona, ya que consciente estoy de que jamás se repetirán. Primero, porque es imposible regresar al ayer, y después, porque dos de esos seres que menciono en mis recuerdos, ya no están en este mundo, sólo en lo espiritual nos acompañan y por último, es que debo dejar que el transcurrir del tiempo no constituya un obstáculo para el vivir. Esos recuerdos del pasado, son a veces el báculo sobre el que muchos nos apoyamos para seguir, paradójicamente, viviendo. Qué tiempos aquellos...
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
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