Rayando el alba vi un muerto por entre los tejados del pueblo. Habían fusilado aquella mañana y sin duda se trataba de alguno de los afortunados.

Iba sigiloso por no levantar ruidos, ya que no hay otra cosa que más odiemos en el pueblo que la huida de un muerto nuestro, pero yo, a la salida de la taberna, lo vi por entre los tejados y me regocijé en aquel momento por poder escudriñar sin ser visto.

Pensé en volver a entrar en la taberna y avisar a los matariles de la bayoneta para que acabasen su faena, pero estaban ya borrachos todos y podría ocurrir una desgracia, así que lo seguí por las sombras de las callejuelas empinadas del pueblo.

Lo seguí con gran sigilo, pero de todos es conocido el fino sentido auditivo de los muertos, y más si son recientes, por lo que me sorprendió ya casi en el cementerio, donde se disponía a dormir eternamente, junto a la colina que hunde nuestro pueblo. Me enseñó los dientes de muerto y se acercó con gesto agresivo, pero yo no me acurruqué. Hice como si no tuviera miedo. Al principio pensé en huir y buscar ayuda para dar su merecido a aquel muerto, pero enseguida escuché reconfortado el clamor de los borrachos y sentí el calor de las antorchas del enfurecido gentío cruzando el aire violentamente, indignados por la huida de uno de sus muertos. Así que sonreí maliciosamente como nunca lo había hecho.

El muerto, a un paso de mí, puso su mano en mi hombro y me dijo en tono sereno, casi con cierta deferencia: "No vienen por mí, vienen por un borracho recién muerto al salir de la taberna. El pobre no sabe siquiera que está muerto" Entonces noté que mi cuerpo frío estaba empapado en asngre, pero el muerto continuó: "Yo soy sólo tu alma. Pero las almas no las pueden ver, sólo pueden verlas los muertos"

Se fue andando tranquilamente mientras sentía ya, paralizado por el terror, el aliento en la nuca de aquellas bestias desalmadas.