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~Cinco cuadras al trabajo, solo cinco cuadras separan al café del almuerzo. Camino hacia el negocio.
Voy pasando una casa de comidas, dos peluquerías y uno de esos lugares donde se pueden comprar paraguas cuando llueve. A veces me dan ganas de caminar por el medio de la calle para pasar por todos los lugares a la vez, equidistante. Trato de contabilizar las pasadas para que ninguna vidriera quede resentida. Equiparo los domingos con vueltas de manzana en bicicleta, siempre por la vereda porque mis niños andan todavía con rueditas.
Sigo caminando, hay un Kiosco frente al otro, uno es más conocido por estar en la esquina, el pibe del menos conocido me saluda: “como va viejo”, siempre dice lo mismo, no tiene que pensar si almorcé. Sigo caminando y detengo la mirada en lo alto de un edificio que está en construcción. El cielo se detiene junto al tiempo, siempre observo lo mismo por unos cuantos pasos, estas son las propiedades maravillosas que tienen las perspectivas. Como cuando uno viaja en el asiento de atrás de un auto y observa la casa de campo a lo lejos, parece quieta, inerte al viaje, inmune al tiempo, dan ganas de acercarlas para apreciarla pero no es posible porque quedaría presa en los relojes, pasaría. ¿Cuántas veces habremos escuchado decir “una mirada en perspectiva? No sé, muchas, nunca lo había entendido. Lo comprendí con el caminar al trabajo, con el paso por el edificio en obra. Ahora que lo entendí, cada vez que me lo dicen lo anoto en un papelito que guardo en la billetera, voy formando cuadrados con diagonales, como en el truco. Hasta ahora, hasta la “a” de “ahora” llevo ciento treinta y nueve. No lo hago de obsesivo, solo porque me maravillan las perspectivas.
El edificio avanza rápido, a veces parece esconder su avance, otras veces pareciera que los obreros son los que se esconden detrás de las columnas. En algunas ocasiones se esconden de verdad después de silbar a alguna mujer que desinhibida o buscando pareja mira hacia arriba.
En ocasiones me detengo más de la cuenta, cuando el caminar pone en jaque los efectos maravillosos de la perspectiva. Uno o dos pasos y pierdo de vista el casco amarillo del hombre que esta revocando en las alturas. Entonces me siento y busco más obreros, mi intriga que labor llevan. Relajo el cuello mirando los zapatos de la gente que espera el colectivo justo enfrente del edificio. Imagino por donde han caminado, especulo numéricamente cuantos cascarudos habrán pisado. Ciertamente he desarrollado una terrible habilidad para esto. Sin saber el resultado imagino que cada vez me acerco más al número real.
Se me está terminando, se me terminó siendo sincero, la obra está muy avanzada, los obreros ya no se ven. Las paredes siguen igual, esta como terminado, seguramente están pintando el interior, para mí es lo mismo que nada. No es lo mismo calcular cascarudos pisados si no miro para arriba antes, si no relajo el cuello, es como forzar una situación, cálculos forzados como sumar para pagar.
La semana pasada pase por el edificio desilusionado, imposibilitado de buscar obreros y contar cascarudos. Seguí caminando hasta la esquina más lejana del edificio, lejos me quedo la parada de colectivo, los zapatos de la señora que esperaba se confundían con los cayos sobresaliente de las raíces de las plantas del Álamo de al lado. Camine. Se ve que venía concentrado en la nada, mentalmente en blanco, como cuando estoy pescando ó dando vuelta la tira de asado. De repente un “goooool” me despabiló. Un niño me gritaba en la oreja izquierda. Exaltado me di vuelta hacia él. De flequillo rubio, pelo espigado mostraba los dientes (algunos de leche todavía) gritando con la mirada perdida. A juzgar por el enfoque no era para mí el festejo. Pero yo lo hice mío. Los ojos encontraban al festejo con los imaginarios hinchas. Yo me hice hincha para completar la euforia del chico. Me prendí de la de verja y grite cara a cara con el pibe. Me dieron ganas de abrazarlo y se ve que a él le sucedió algo similar porque pasando las manos a través de la reja me apretó eufóricamente la cara.
Algunos amigos se subieron al festejo, otros se reían y los que habrían sufrido el gol en contra charlaban con el arquero, preguntándole por el rebote innecesario que había dado.
Dejé de lado el edificio, no busque más obreros. Saludaba rápido al muchacho del Kiosco menos conocido y sin levantar la mirada pasaba por el edificio, tal vez para no tentarme con las perspectivas. Tampoco miraba el piso de la parada de colectivos porque siempre hay algún zapato (generalmente dos) para contar cascarudos pisados. A paso apurado, al ritmo que exigen las necesidades primarias, me llegaba hasta la esquina del colegio. Siempre a la misma hora, parado, colgando los brazos en la reja miraba el partido de futbol. Gritaba todos los goles, los de un equipo y los del otro. Todos venían a mí, a imaginar al hincha, a brindar su gol.
Esos niños habían reemplazado al edificio, la obra, los obreros y los cascarudos, alivianaban mi caminar, acortaban la transición. Comencé a replicar mi alegría, les tiraba chocolates, muchos chocolates chiquitos. Cada día me esperaban con el balbuceo de un gol para sacarlo definitivamente. Como animales en el zoológico se amontonaban junto a la reja pidiendo chocolates. En los inicios representaban a animales nuevos, respetuosos, no pedían, esperaban, con una falsa paciencia se acercaban lentamente hasta la reja pidiendo con una mirada silenciosa, entrenada; ahora están más salvajes y corren hacia mi sin siquiera haber hecho un gol. Sin goles no me inspiran al chocolate, sin hincha no hay premio, no existe alegría, nada más amargo que un cero a cero.
No llevé más chocolates, hace unos días que no les llevo chocolates. Antes de ayer se arrimaron a la reja como hambrientos, invadieron la vereda a manotazos, exigían chocolates a los gritos. La pelota en soledad esperaba al lado de un hormiguero pisoteado mientras las bestias ya no esperaban, ni pedían, exigían chocolates. El juego no les importaba, los goles menos.
Ayer volví a pasar. La violencia había aumentado, los gritos no eran solo de los de cuarto grado. Habían conseguido seguidores, con alguna falsa promesa habían estimulado a otros grados a gritar. Ninguno nombró la palabra “chocolate”, eran solo alaridos. La pelota ni siquiera estaba, no habían interrumpido el futbol, habían estado al asecho esperando mi pasada. Tome la suculenta boleta de luz de mi negocio y se las di a las bestias.
Hoy pase y el futbol continua como si nada, los goles se los gritan a un anciano que pasa por la otra calle. En la otra cuadra, justo la anterior al negocio, están demoliendo una casa grande, se ve que van a hacer un edificio.
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