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REGRESO A AMSALON (Cap. 1)

SIRA, EL ÚLTIMO PUEBLO GNOMO

Vinyard cerró con llave la puerta de casa, y se dirigió al Templo sin prisas, colgando de su hombro la pequeña bolsa de tela que siempre llevaba consigo. En su interior guardaba un mendrugo de pan, la pipa e incluso un periódico que habían dejado caer esa misma mañana a su lado de la cerca. Había que ser prevenidos. ¿Quién sabe? Tal vez aquella reunión también durara doce horas, como la última a la que había asistido.
El Consejo del pueblo se reunía cada vez que había problemas, en el interior del Templo, junto a la fuente municipal. Allí, el sabio Mataca organizaba a los portavoces y cabezas de familia, y actuaba finalmente como juez y moderador.
Desde hacía varios meses, las reuniones se hacían más frecuentes. Cada vez que un nuevo pueblo era destruido o emigraba, Mataca los convocaba e intentaba convencerles de la urgente necesidad de huir de aquel maldito lugar que poco a poco estaba quedándose desértico. Vinyard no lo recordaba del todo bien, pues cuando desapareció el primer pueblo gnomo, aún era muy niño. Pero creía que había comenzado allá por el siglo XVIII o XIX. Primero una cabaña en el bosque, luego pelaban la montaña entera para construir una mansión, y finalmente habían llegado a tal punto, que los humanos se dedicaban a cortar por cortar, y los árboles caían y morían allí mismo, bajo sus pies.
La especie peligraba. Los svirfneblins, que pese a su malhumor y su poca sociabilidad, tenían a su favor la modestia con la que vivían bajo tierra, abandonaban sus hogares, pues ahora animales de todas clases, se refugiaban en los túneles subterráneos que ellos mismos habían construido siglos antes. Los leprechauns, nómadas incorregibles, habían perdido la costumbre de dejarse ver espontáneamente aquí y allá, incluso por los niños, que habían perdido ya toda la inocencia que los caracterizaba en el pasado.
Y como ellos, muchos otros pueblos, de los cuales algunos vivían en los troncos de los árboles, mientras que el resto gozaba de una buena vista en lo alto de unas rocas llenas de verdina, con sus casitas diminutas de piedra, sus centros de ocio, cultura y religión, sus colegios, sus parques, sus jardines, sus calles empedradas y sus techos de paja. En este último grupo cabría destacar a Sira, uno de los pueblos gnomos más antiguos y hermosos de toda la Historia, desde que el Dios Reos los creó, castigándolos con sus cuerpos diminutos e inútiles en el mundo real, por su ambición y egoísmo.
De aquellos primeros gnomos poco quedaba ya. El tiempo los había ido transformando en personitas agradables y de buen talante , excepto en algunos casos como los svirfneblins, cuyo duro trabajo diario había contribuido en el fruncimiento de sus cejas y en sus ademanes ariscos. No se llevaban bien con ningún otro grupo de gnomos que no fueran ellos mismos. Pasar por su lado era tragarse el saludo que no iba a ser respondido y la sonrisa que iba a ser mirada con desprecio. Gracias a Reos, pensaban algunos, que salían lo mínimo de sus túneles. Un svirfneblin era capaz de arruinarle el día a cualquiera.
En Sira se habían visto pocos de éstos, pues no eran gnomos demasiado dados al mercado. De vez en cuando pasaban por allí mercaderes ambulantes que eran de gran utilidad. Montaban sus tenderetes con su mercancía y esperaban que los niños gnomos se acercaran. Porque, claro estaba, después de los niños llegaban los padres. Los mercaderes vestían ropas floreadas de vivos colores, llevaban muy largos los cabellos y fumaban de su pipa sin cesar, tanto hombres como mujeres, cosa que entre los gnomos sedentarios era poco común.
Se llevaban muy bien con los leprechauns, tal vez porque, como ellos, los mercaderes gustaban de ir dando tumbos por todos lados, y de mezclarse con las personas humanas. Con algunas de ellas corrían el riesgo de morir aplastados bajo las sudorosas palmas de las manos, pero de otras habían ganado una gran amistad y una inmensa cultura de las tradiciones humanas, que luego propagaban por los pueblos en donde se dejaban caer. Se hacían llamar entre el pueblo, los gitanillos.
Pese a su alegría, jovialidad y la grandiosidad de sus espíritus, los gitanillos fueron los primeros que comenzaron a caer. Algunos crueles los iban aprisionando, y enjaulados los paseaban como mercachifles de feria. Los feriantes los veían morir de tristeza tras los barrotes, sin que un ápice de remordimiento o misericordia asomara a sus ennegrecidos corazones. En Sira los vieron marcharse con sus tenderetes colgados a las espaldas y empujando carretillas llenas de recuerdos. Caminaban cabizbajos, arrastrando los pies. Una lágrima en los ojos y tristeza en la mirada. Sus ropas habían perdido el color vivaz de otros tiempos mejores. Buscaban sus orígenes, el lugar de donde venían. Los gnomos, expandidos por todo el mundo, buscaban el camino de vuelta a casa. Y los gitanillos se llevaban además, la esperanza de los optimistas y la música con ellos.
Desde ese momento las mujeres de Sira se abastecían con lo que algunas de ellas compraban muy de vez en cuando a Mara, el pueblo del otro lado de la colina. Crearon así un mercado internacional.
Los habitantes de Mara eran muy diferentes a los de Sira, en cuestión de costumbres y tradiciones, pero por otra parte, se llevaban muy bien, y a menudo se encontraban familias divididas entre un pueblo y el otro. En Mara, la gente vivía en los troncos de los árboles, perfectamente disimulados al ojo del hombre. Tal vez esta era la razón por la que se habían ido volviendo unos gnomos más misterios, más encerrados en sí mismos, aunque no por ello menos amables y hospitalarios.
Los troncos de los marales eran oscuros y pequeños por dentro. Por mucho que se esforzaran en agujerear las cortezas para que entrara la luz, seguían alumbrándose obligatoriamente con las candelas y las antorchas que colgaban de las paredes. Apenas había espacio para moverse allí dentro, lo cual era bastante incómodo para las grandes familias que se alojaban en ellos, puesto que los marales solían tener un mínimo de cinco hijos por matrimonio.
En Mara se vivía en la más absoluta intimidad, y ni el poco espacio ni la poca luz que caracterizaban al pueblo parecían incomodar en absoluto a los orgullos gnomos.
Las calles de Sira estaban concurridas aquella mañana de otoño. Como la corriente de agua de un río, todos se dirigían al mismo lugar: un recinto alto y blanco, rodeado de columnas y con una cubierta de dos aguas. Era el Templo, donde se reunía a menudo el Consejo y donde sucedían las celebraciones religiosas.
Los cien habitantes de Sira se agolparon en las puertas del Templo impacientes por entrar. Se empujaban los unos a los otros por ocupar los primeros puestos, desde los que se veía y se escuchaba mejor al gran Mataca. Vinyard se encontró de pronto aplastado entre dos enormes mujeres. Apenas podía verlas. Se encontraba medio asfixiado entre sus enormes panzas. Pero no lo dudó un momento: esas carnes grasientas y sudorosas solo podían pertenecer a las gemelas Lorian.
-Calma; calma. – en lo más alto de los peldaños del Templo, el sabio Mataca alzaba los brazos en son de paz, con voz suave pero imponente y expresión seria pero benevolente. – Hay sitio para todos. Nadie se quedará fuera. Ruego silencio.
Mataca provocaba un fuerte impacto entre los siranos. En cuanto empezaron a percibir la presencia del sabio, detuvieron sus lenguas en mitad de sus continuas chácharas, y permanecieron inmóviles en espera de una orden o de una nueva palabra del buen anciano.
Mataca era bastante alto para ser un gnomo. Increíblemente había pasado de los veinticinco centímetros al cumplir los cincuenta años, y eso lo situaba entre uno de los hombres más grandes de su comunidad. Era terriblemente serio. Siempre lo había sido. Pero no por ello dejaba de ser una maravillosa persona, querida por todos, adorada por sus vecinos. Tanto como por su sabiduría, como por su amabilidad y corazón.
En principio, aquel que llegaba de nuevas al pueblo le tenía algo de miedo. Los ojos, muy pequeños y de un marrón claro clarísimo, los tenía hundidos entre las cejas y los carrillos, ambas cosas muy prominentes. Si a esto añadiéramos la expresión ceñuda que se le había quedado, después de clases y más clases, con la idea de que los alumnos lo tomaran en serio, podríamos decir que Mataca no tenía una cara agradable. Los labios los tenía finos, apenas perceptibles entre los pelos de la larga y blanca barba. Eran como una línea dibujada por una pluma que no escribía del todo bien. Tenía un pelo blanco que se le confundía con la barba, y sus ropajes eran, probablemente, los más tristes y oscuros que se habían utilizado jamás por los gnomos.
Siempre llevaba consigo un hermoso cetro tallado en madera. Vinyard, carpintero de toda la vida, se lo había hecho por encargo con todo el cuidado del mundo. Tardó diez años en acabarlo, pero finalmente había quedado precioso. Mataca quedó orgulloso con el resultado.
Vinyard se acercó como pudo al Templo, pasando a empujones entre la gente. El muchacho era fácil de aplastar, pues no llegaba a los veinte centímetros de alto; demasiado bajito incluso para ser un gnomo, y además un gnomo chico. Tenía el pelo muy negro y enmarañado, y las cejas muy espesas y juntas. Unos ojillos diminutos y de un azul tan claro que parecían transparentes. Y para desgracia suya, a sus cien años, aún no le había crecido en la cara ni un solo pelo de barba.
Vinyard no era un sirano. A pesar de que llevaba mucho tiempo allí viviendo y de que había sido acogido por el pueblo con mucha hospitalidad, el joven seguía apegado a muchas tradiciones y costumbres de su verdadera tierra, Mara. Aquella, desde luego, no era una de ellas. Entre los marales jamás hubo Consejo, ni problemas suficientes como para que hubiera necesidad de formarlo o recurrir a él. Tampoco se había visto nunca toda la muchedumbre que cada dos por tres se reunía en Sira. Es más, incluso las fiestas populares se hacían en dos días, para que el pueblo se dividiera y no hubiera tanta gente en el mismo lugar. Y pese a ello, cómo se divertían los marales... Los marales sabían reír, bailar, cantar y comer, como no lo hacía nadie.
A excepciones de dichas fiestas, en Mara rara era la vez en la que se veía caminar por la calle a más de diez gnomos a la vez. Solían estar encerrados en sus talleres trabajando sin parar o bien al abrigo de su hogar frente a la chimenea, los más jóvenes junto a los más viejos contando antiguas historias, y las madres en la cocina preparando una suculenta cena.
Por ese motivo eran a menudo criticados por algunos pueblos vecinos, que decían y murmuraban que si en Mara vivían en aquella intimidad y se guardaban tanto de la vida pública y los curioseos de visitantes extranjeros, era porque algún secreto escondían. Al menos eso juraban y perjuraban las viejas gnomas maliciosas.
Pese a las diferencias que separaban Mara de Sira, Vinyard se había acostumbrado rápidamente a aquel cambio. De leer junto a su abuelo y beber tazones de chocolate después del trabajo, había pasado a charlar con amigos jóvenes de su edad y empinar el codo con enormes jarras de cerveza que reconfortaban en invierno y fortalecían en verano. Y pese a estar solo, era muy feliz. Algo callado y tímido para llegar a parecer un sirano, pero dispuesto a contribuir en la continuidad del pueblo.
-Podéis subir poco a poco las escaleras y situaros en los primeros bancos del palco. – había dicho con voz tranquila y los brazos en alto el gran Mataca.
Los siranos oyeron aquello de podéis subir, pero olvidaron el poco a poco, y como un vendaval en fuerza y rapidez entraron en el Templo. Vinyard, que había conseguido acercarse al Templo y quedar en primera línea para entrar, fue aplastado por una multitud semejante a una estampida, y cuando al fin pudo ponerse en pie sin demasiadas magulladuras, Mataca estaba allí, tendiéndole una mano para ayudarle a subir y una sonrisa comprensiva y benevolente en su rostro.
-Las cosas son así en este pueblo. Pero tú ya te habrás acostumbrado. – lanzó una graciosa carcajada, muy típica de él, de aquellas demasiado breves para ser admiradas y demasiado agudas para una voz tan ronca.
Así que, para variar, a Vinyard le tocó sentarse en la última fila, desde donde no podía ver nada a excepción de mil y un cogotes que por lo menos lo mantendrían entretenido en su pasatiempo por intentar desvelar a qué cara pertenecía cada uno de ellos.
Observó cómo las familias abrían sus cestas de picnic y comenzaban a repartirse el almuerzo entre ellos. Cada vez que había Consejo, el Templo se convertía en un auténtico campamento repleto de sacos de dormir, tiendas de campaña y mantas de cuadros sobre las cuales ponerse a comer, lo cual era algo increíble, ya que casi no se podía poner ni un pie en el suelo.
En esto estaba pensando Vinyard cuando se le acercó un gnomo muy alto, de unos veintiséis o veintisiete centímetros, rubio como el oro y con una gran barba que le llegaba por las rodillas. Fumaba de una pipa y venía riendo a carcajadas y saludando a todos cuantos veía a su paso.
-¿Qué pasa Vinyard? – estrechó la mano de su amigo y rió al mirarle de nuevo. - ¿Quieres que te traiga un taburete o prefieres una escalera?
Todos los que estaban a su alrededor pendientes de la conversación, que eran muchos, rieron a carcajadas la gracia del bueno de Oli. Incluso Vinyard rió. Al principio de conocerse, Oli y Vinyard no se llevaban demasiado bien. A Oli le gustaba bromear con la gente y sobretodo con la estatura de Vinyard, y él siempre había tenido complejos a la hora de asimilar su cuerpecillo demasiado enano y su cara pelada. Pero con el paso del tiempo, habían ido cayéndose bien y estas cosas, solo si provenían de Oli, ya no le molestaban. Ahora eran uña y carne. Los solteros de oro. El alto y el bajo.
-No, Oli, no hace falta. – Vinyard se puso de puntillas para palmear el fuerte hombro de su amigo. – Pero si tuvieras la bondad de arrodillarte, a lo mejor los pobres espectadores de atrás podrían ver algo.
Los mismos que antes habían oído el comentario de Oli rieron ahora con la gracia de Vinyard.
-¡Ja, ja, ja! – las carcajadas de Oli eran graves y profundas. – ¡Esto solo se arregla con una jarra de cerveza!
Se fueron a la puerta del Templo, donde Lena, la camarera de la taberna, había improvisado un tenderete de bebidas y refrescos. Después de echarle algunos piropos, Oli compró dos jarras y volvieron a entrar.
Oli solo tenía veinte años más que él. Pertenecía a su mismo gremio, el de la construcción, aunque su Misión de la Vida iba algo más allá: quería crear lo que los humanos llamaban un coche. Algunos se reían cuando Oli explicaba sus avances en la creación del vehículo, pero él no se echaba para atrás. Sabía que un día u otro, su trabajo daría fruto, y el resultado sería precioso.
Vivía en casa de sus padres, aunque la mayor parte del tiempo se encontraba o metido en su taller trabajando sin tan siquiera un respiro, o tomando unas cervezas en la taberna de Lena con sus estimados amigos, los únicos que parecían escucharle y querer comprenderle.
Oli era soltero, aunque llevaba años pretendiendo a Lena. Ella se hacía un poco la loca y lo rechazaba una y otra vez, a pesar de que en el fondo le gustara y se sintiera halagada con el continuo cortejo de su fiel cliente. Todo llegará a su tiempo, solía decirle mientras se marchaba contorneando la abundante carne de su cuerpo y sonriéndose. Y Oli no perdía las esperanzas. Cuanto más lo rechazaba ella, más trabajaba él. Quería demostrarle que no era ningún perdedor, y sabía que el día en que figurara en los libros de historia como el inventor del coche, Lena no podría rechazarle más.
Cuando llegaron a sus antiguos puestos, Oli y Vinyard vieron con poca sorpresa que les habían quitado el sitio, así que tuvieron que conformarse con permanecer de pie junto a una columna al lado del palco. Por lo menos desde allí podían ver mejor al gran Mataca. Bebían a grandes buches los dos, a un mismo tiempo, como si de hermanos gemelos se tratase, cuando alguien hizo sonar el cuerno que interrumpió las conversaciones individuales y obligó al pueblo a dirigir su mirada hacia el sabio, que esperaba silencio para poder hablar.
Habían pasado ya tres horas desde que habían llegado, y la reunión aún no había comenzado. Muchos, aquellos más solitarios a los que no les gustaba el barullo, tuvieron que resignarse a una larga velada de diferencias de opiniones.
-¡Amigos! ¡Silencio, silencio! No hablaré más que un momento. – estaba claro que un momento para Mataca no tenía el mismo significado que para el resto. – Probablemente ya sabéis qué es lo que os quiero decir debidamente.
Los pocos murmullos que quedaban por callar al fondo del lugar, silenciaron al fin completamente. Los siranos se arrellanaron bien en sus asientos, al menos aquellos pocos privilegiados que habían conseguido uno, mientras que el resto abría sus tiendas de campaña y se sentaba dentro para escuchar desde una posición más cómoda. Vinyard y Oli tuvieron que contentarse con desear que la vigilia no se hiciera muy larga y que el viejo sabio acabara pronto.
-Tal vez parezca, amigos míos, que me repito en lo que digo y que esta reunión no servirá para nada. Pero creo que mi deber es insistir. – Mataca alzó los brazos y las largas mangas de su túnica oscura se le subieron dejando al descubierto unos huesudos codos. – Debemos huir antes de que ocurra lo peor.
Mil palabras de desaprobación se oyeron en la sala. Mataca cerró los ojos. Estos chicos son imposibles, pensó meneando la cabeza. Nunca aprenderán. Pasó una hora antes de que volviera a hacerse el silencio. Llevaban cuatro horas de reunión y no habían sacado nada en limpio. Algunos comenzaban a desesperarse.
-Corren rumores de que Iglu ha caído.
Un gnomo alto y fuerte, de pelos sucios y gran bigote, levantó un garrote para que todos pudieran ver de donde venía aquella afirmación. Era Aran el explorador. Aparte de aventurero era revolucionario y belicoso y vestía pieles de un oso que, según decía, había logrado matar él solo durante su estancia en una cueva de Las Altas Montañas. También pertenecía al círculo de amigos de Vinyard y Oli que siempre se reunía en la taberna al atardecer, para beber cañas y contarse batallitas.
Cuando Aran dijo esto, un nuevo murmullo se expandió por todo el Templo, esta vez más ruidoso y temeroso. De nuevo Mataca alzó los brazos y con un gesto de la mano pidió paz a su pueblo.
-Calma, calma. – poco a poco todos callaron. La voz del anciano reconfortaba y tranquilizaba de manera extraordinaria. – Ciertos son los rumores, pero no hay peligro alguno para el pueblo iglense. Iglu cayó el viernes y los gnomos lograron escapar a través de las montañas. Las víctimas, si las hay, son escasas.
Iglu era un pueblo muy frío, perdido en los picos nevados de Las Altas Montañas. Vivían en chozas de piedra y paja cuyo techo estaba recubierto por mantos blancos que los camuflaban en la nieve. Se decía que esta costumbre era propia de una especie de hombre que vivía antiguamente en Amsalon, la gente de los hielos. Aunque la verdad es que eran pocos los que creían en la existencia de dichos hombres e incluso del legendario continente. ¿De dónde venían? No era una pregunta difícil. No venían de ninguna parte, porque siempre habían estado allí. ¿Dónde demonios quería Mataca que huyeran?
-Antes de que sea demasiado tarde, amigos míos, deberíamos imitar a nuestros compañeros los iglenses y escapar de la mano del hombre. Tal vez mañana la tengamos demasiado cerca. Hay que pensar, - Mataca alzó un dedo, huesudo, como todo él, pero largo y poderoso -, hay que pensar que nuestros pasos y nuestra rapidez no es la misma que la de un hombre, muchísimo más grande. Nosotros estaríamos andando un día para un recorrido que ellos harían en una hora.
-No hay ningún lugar donde escapar. – gritó un gnomo viejo.
-Está Amsalon. – Lena se subió a un taburete para ver mejor y alzó la voz. – Todos van allí.
Lena era una jovencita de tirabuzones rubios y enormes ojos azules. Estaba muy gordita y medía poco más que Vinyard. Pero era de armas tomar y una rebelde incurable. Le gustaba ir siempre al revés que el pueblo. Razón de más para que todos la apreciasen por su locura y despreocupación: sobretodo Oli, que admiraba su valentía.
-Amsalon no existe.
-Claro que existe.
-No es más que un mítico lugar que tal vez existió en otros tiempos, pero del que ya no queda nada.
-Y si así fuera, - añadió a la conversación general Oli. - ¿dónde han ido los iglenses y el resto de pueblos que se han marchado?
-Aniquilados. – dijo un rudo gnomo con cara de malas pulgas y que parecía llevar la voz cantante del lado opuesto del cotarro. – Aniquilados. – repitió.
-No digas eso, Harald. – le dijo una mujer con ojos temerosos. Tenía entre sus manos una compresa húmeda.
Lana era la madre de Lena, pero también de Mino, una niña gnomo que siempre estaba enferma porque había nacido muy débil. En esos instantes, la criatura estaba tumbada en su saco de dormir junto a su madre y tenía la frente mojada a causa de la compresa que ésta le iba poniendo para que no le subiera la fiebre.
Mino era igualita a su hermana mayor, aunque más dulce y tranquila. Sentía una debilidad especial por Vinyard, que vivía en la casa de al lado, y siempre que su madre se despistaba, se escapaba de casa saltando por la ventana para ir al taller de Viny a verlo trabajar. A Vinyard le agradaba que hiciera eso porque él también sentía debilidad por la niña, que era todo un encanto.
-¿Qué quieres que diga, Lana? Creo que es mi deber decir lo que probablemente todos piensan y nadie se atreve a señalar.
Otras dos horas tardaron en calmar los ánimos. El comentario de Harald les había puesto a todos los pelos de punta. Malo era quedarse y malo era huir. Lana se echó a llorar mientras Mino miraba curiosa a todo el mundo, y Lena se bajó de la silla para consolar a su madre. También la consoló Neyra, una mujer un poco mayor que Lena que mecía en sus brazos a un bebé gnomo alado, Gigi.
-¿Qué podemos hacer, gran Mataca? – preguntó Neyra mientras acariciaba el pelo gris de su vecina.
-Mara está a punto de caer. – contestó el buen sabio. A Vinyard le dio un vuelco el corazón al pensar en su familia y sus antiguos vecinos. – Si Mara cae caeremos nosotros sin remedio. Un pueblo gnomo solo no va a ninguna parte, no evolucionará. Estaremos a merced de los hombres y los trolls. A mi opinión, debemos partir de inmediato. Recoger nuestras pertenencias más preciadas y marcharnos sin perder un instante. – un murmullo de desaprobación recorrió toda la sala. Mataca lo intentó por última vez. - ¡Cuánto antes partamos antes llegaremos a Amsalon!
La gente no estaba en absoluto de acuerdo con aquella idea. Marcharse sin más y dejar casa y recuerdos era mucho más duro de lo que podía parecer a primera vista. Empezar de nuevo en un lugar diferente. Llegar sin nada. Ahora que allí, en Sira, su pueblo del alma, su pueblo querido, lo tenían todo. Además... ¿qué pasaba con la fiesta popular que estaban planeando para dentro de unos días? Muchos pensaron en esto, y como siempre, Harald se ocupó de decir lo que todos pensaban.
-Hemos preparado la fiesta para la semana que viene. No podemos dejar de hacerla. Llevamos un año esperándola. – se quejó y tras de sí se oyó un murmullo general de aprobación.
-Tal vez lo mejor sería posponerla. – se atrevió a decir Mataca.
Aquello marcó el final de la reunión. Posponer una fiesta para los gnomos, sobretodo para los gnomos siranos, era muchísimo peor que un sacrilegio al mismísimo dios Reos. Por nada ni por nadie perderían jamás una fiesta. Y era toda una sorpresa para ellos que al gran sabio Mataca se le hubiera ocurrido semejante idea.
Todos los gnomos que estaban allí reunidos se levantaron indignados y recogieron sus cosas en un santiamén. Plegaron las tiendas de campaña, doblaron los sacos de dormir, tiraron los desperdicios y guardaron la comida. Habían pasado allí más de medio día, pero en marcharse tardaron menos de diez minutos.
Ya había oscurecido fuera. Hacía rato que la luna redonda se dejaba ver entre las copas de los árboles. En el Templo solo quedó Mataca, los buenos Vinyard y Oli, Neyra con su bebé en brazos, y la familia de Lana, con Mino ya durmiendo en su camita y Lena sirviendo para todos los que habían quedado, unas jarras de cerveza gratuitas.
-Debe de comprender, Mataca, que da un poco de miedo empezar de nuevo. – Lena se sentó junto a él y le pasó una jarra. – No es culpa de ellos si no del mundo al que nos está pidiendo que nos enfrentemos.
-Una huida es imposible. – Oli se sentó al otro lado de Mataca. – No sé cómo lo habrán hecho los otros, pero para nosotros ahora resulta imposible. Somos muchos. No pasaremos.
Oli se refería a los peligros que, según la leyenda contaba, había que sortear para llegar a Amsalon. Para una comunidad entera de gnomos, era algo impensable.
-¿Cómo voy a llevar a Mino hasta Amsalon? No podemos cargar con ella todo el camino. Se me morirá. – Lana hundió su cara en un pañuelo y rompió a llorar.
Neyra, la madre de Gigi, acarició, como tenía por costumbre, el pelo de su buena vecina. Neyra nunca decía nada. Si decidían quedarse, ella lo haría con gusto y sobreviviendo. Si al final se iban, ella caminaría sin descanso hasta llegar a su destino. Todo por ese hijo que llevaba en brazos y que agitaba sus alitas mientras mordisqueaba el chupete.
Gigi no era un niño gnomo normal. A diferencia de los otros, Gigi tenía en sus espaldas dos alas muy pequeñas y menudas, pero ágiles y fuertes. Cada vez que las movía un polvo brillante se desprendía de ellas y caía al suelo, haciendo crecer en él una maravillosa planta del mismo tamaño que un gnomo. Eran adormideras.
El que un gnomo llevara esas alas sólo quería decir una cosa. Que llevaba sangre de reyes. Fuera donde fuera, la gente lo reconocería. Y si el actual rey no llevaba alas, tendría que cederle el trono a su pequeño. Cuando Gigi nació, Mataca lo recibió en el Templo con grandes festejos, pues una luz le había dicho en la ventana, durante su alumbramiento, que había nacido el rey de los gnomos. La Misión de la Vida de aquel bebé, consistía en gobernar a todos los gnomos en paz y armonía durante el resto de sus días. Así estaba escrito en el libro del Destino. Y así sería. Por ello Neyra nunca temía por su pequeño.
-No lo sé. – Mataca suspiró preocupado. – No lo sé, Lana. Pero si no nos vamos de aquí, moriremos todos. Desapareceremos como el agua que se evapora bajo el Sol. Desapareceremos y será como si el pueblo gnomo de Sira, jamás hubiera existido.
Todos se miraron preocupados. Ojalá hubieran vivido en otros tiempos. Otros tiempos más tranquilos. Otros tiempos más amables. Otro tiempo mejor.
Datos del Cuento
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