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RESTAURANTE LUCIO

Érase una vez un pueblecito rural donde vivía un matrimonio ya muy anciano; la abuela, siempre había tenido la ilusión de poder conocer otros lugares pero durante toda su vida había sido la única maestra del pueblo por lo que no había encontrado el momento para salir de allí.

En cualquier caso, ahora, que ya estaba jubilada y podía cumplir su sueño, la abuela añoraba sus años de enseñanza y aun más en la etapa veraniega, cuando todo el pueblo se llenaba con las risas de los niños jugando en la plaza.

Por aquellos días un transeúnte visitó dicho pueblo y recordando su niñez rememoró muchas situaciones. Recuerdos estos que a la abuela se le hacían familiares ya que las situaciones que revivió habían sucedido precisamente en este pueblo rural y más concretamente en su escuela.

El entorno rural en el que se encontraba este pequeño pueblecito le hacía ser muy acogedor. Se situaba entre las montañas pasiegas y lo atravesaba un río muy caudaloso bordeable a través de un puente romano. En la época que transcurre de la primavera al verano los campos se revestían de floración y sus gentes se animaban a las celebraciones y festejos de sus patrones, entre ellos San Isidro. En estas celebraciones no faltabna los hijos de los residentes que actualmente vivían en la ciudad. Estos días los pasaban bien recordando su infancia en sus paseos por las veredas y alameda del río.

A la abuela, que por cierto se llamaba Soledad, le gustaba mucho el baile, siempre, cada fin de semana, se convertía en la gran organizadora de los grandes festejos, a pesar de que la orquesra del pueblo se reducía a una guitarra y un acordeón.

El joven transeúnte, del que nos estábamos olvidando, seguía comentando con la abuela Soledad las añoranzas de antaño. Tras un conto período de tiempo y haciendo memoria la maestra jubilada se dio cuenta de que no estaba hablando con un verdadero forastero, que aquellas anécdotas las había vivido con uno de sus antiguos alumnos, así, decidió preguntarle si era el hijo de Lucio. El joven respondió afirmativamente y le contó que a pesar de que tuvieron que trasladarse a vivir a la ciudad, su padre no dejaba de contarle todas las aventuras de su infancia en tertulias interminables.

Así, estuvieron charlando durante horas, hasta que toda esta conversación les llevó a pensar en algo que hiciera resurgir el pueblo y su estilo de vida tradicional. El hijo de Lucio le comunicó a Soledad, que gozaba de una buena situación económica y le propuso abrir un restaurante para veraneantes y así conseguir transmitir el encanto del pueblo y darle popularidad.

Al restaurante no le faltarían clientes, ya que el pueblo, por su situación, entre la montaña, era parada casi obligada para los excursionistas y montañeros. Éso sí, el restaurante debería llamarse Lucio, en honor a su padre que fue el que hizo que este joven disfrutara en la ciudad de las anécdotas de su pueblo.
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