Si me recuerdas…
Héctor visitó a su madre como cada sábado. Ella preparó una deliciosa comida, y observó con cariño como su hijo la disfrutaba.
- ¿No comes? – Preguntó este.
- No, hijo. Pensaba en tu hermano. ¿Qué estará haciendo?
- ¡Lo de siempre! Pensar en él y solo en él. Desde que se marchó a América no ha venido ni una sola vez, y a pesar de tenerte olvidada sigue siendo tu niño mimado.
- No empieces otra vez. Como le puedes tener tantos celos. Te tendrías que alegrar por Juan. ¡Si quisieras leer sus cartas!
- Pues que me escriba a mí.
- El trabajo no le puede ir mejor – Prosiguió la madre perdida en la ilusión.- Y tiene una novia preciosa. ¡Incluso se están mirando una casa!
- ¡Dejemos el tema, mamá!
- Pues compadécete un poco, bastante tubo con esa maldita enfermedad que lo dejó mudo. ¡Se merece toda la suerte del mundo!
- Eso no lo hace ser mejor persona. Son los actos los que nos definen, no nuestras taras.
Así transcurrieron los años; la madre siempre defendió y presumió de su hijo Juan. A pesar de que no la visitó jamás y solo se preocupó de su propia y prospera vida. O al menos, de eso lo acusaba Héctor.
Ya vencida por la edad, en la compañía de su celoso hijo, falleció pidiéndole que hiciera las paces con su hermano, y así se lo prometió a la madre.
En el entierro, Juan, tampoco pudo venir. La mujer de Héctor se aproximó con deseos de consolarlo:
- Ya no será necesario que continúes con todo esto, cariño. – Aferró su hombro.
- Pienso seguir escribiendo esas cartas. Siento que así prolongo, en cierta manera, la vida de Juan. Y a ella. ¡La hacían tan feliz!
- El pobre. Murió a los tres meses de llegar a América. No pudieron solucionar allí su enfermedad. – Susurró la mujer como temiendo ser escuchada por la madre.
Y durante mucho tiempo, en cada cumpleaños de Juan, Héctor se acerca a la tumba de su madre para leerle la carta de su hijo pequeño. Se traga las lágrimas, no quiere que sospeche nada.
…Estaré
Triste. Pero muy bonito