En estas tierras los atardeceres son lo más parecido que puede encontrarse en el mundo a una poesía. Y esta vez mis ojos se perdían ante la grandeza y hermosura de uno de ellos: los colores se habían tornado desde difusos morados, denotando la ausencia de luz por el este, hasta una infinidad de matices rojos, amarillos y anaranjados que envolvían la aun persistente coronilla del sol que asomaba por el lejano y oceánico horizonte. Un sol poniente que ejercía su intrínseca magia sobre las nubes que había alrededor cambiando sus colores; tornando así de una esponjosidad dorada inimaginable las que más cerca se encontraban de él, y en una tonalidad difusa entre el rosado y el violeta a las que se alejaban por el oscuro horizonte opuesto hacia paisajes desconocidos para mis ojos.
Y es que desde hace hoy diez días exactamente vengo, a despedir los últimos rayos de luz, a esta tropical playa. Vengo a sentir generosamente sobre mi piel los últimos rayos de luz de nuestro amado astro rey y escuchar los murmullos que cuentan las olas en un olvidado idioma que el hombre ya no alcanza a comprender.
Miro al lejano horizonte… Y tantos y tantos recuerdos afloran en mi mente…
Recuerdo la primera vez que me hice a la mar, con mi padre y dos amigos suyos, con la intención de llenar nuestras redes de tan delicioso y valioso pescado. Recuerdo como las olas se rompían y recortaban contra nuestra tambaleante barca mientras todos, haciendo un vertiginoso equilibrio, lanzábamos las redes para nuestro alimento poder conseguir. Una sonrisa aflora en mi cara al rememorar los gritos y órdenes que me daba mi padre para hacer de mí un buen pescador. Que pequeño era entonces… Cuanto han cambiado las cosas…
Recuerdo la preciosa y estrellada noche en que vine con mi novia a pasear juntos por la arena. Ella era lo más bonito que contemplaron jamás mis ojos, era mi razón de vivir, mi razón de ser, mi alma gemela; era su sonrisa inigualable, eran sus cristalinos ojos verdes, sus estilizadas caderas… Recuerdo con claridad la noche que me entregué a ella bajo el amparo de una clara y romántica luna llena. La recuerdo a ella con claridad, su perfume; recuerdo el susurro del mar, su brisa, su aroma…
Recuerdo cuando traje a mi hijo por primera vez a mojarse los pies al mar. Recuerdo sus primero pasos y como se tambaleaba riéndose por las cosquillas que le hacía la espuma del agua en los pies. Era la cosa más linda que tuve jamás en mis brazos; carne de mi carne, sangre de mi sangre…
Y en el ocaso vuelvo a sentarme en esta maldita playa donde quedaron anclados todos mis recuerdos. Cada atardecer he vuelto aquí con la misma esperanza, la esperanza de escuchar la voz de mi padre, el anhelo de volver a impregnarme con el aroma de mi mujer, la ilusión por escuchar de nuevo la voz de mi hijo… Pero el mar no me los quiere devolver, no quiere entregarlos de nuevo a mis brazos. Y cuando el cansancio aflora de nuevo en mi ser y nuevamente me impregno en lamentos, me levanto y vuelvo hacia el interior.
Vuelvo noche tras noche a las calles de la misma ciudad donde un día jugué. A la enruinada casa donde siempre viví. Vuelvo apenado a mi tierra, a una tierra alejada de la mano de Dios, a una tierra repleta de lágrimas y lamentos que un día se alzó con orgullo. Vuelvo a mi amada y a la vez odiada -Sri Lanka-.
Alguien ha borrado este mismo cuento que me ha tocado volver a colgar en la web. ¿Xq?